jueves, 23 de abril de 2015
Bastardo
BASTARDO
//
ROWLANDS
David
Núñez
Todas
las cosas que se decían sobre él estaban siempre en contradicción entre ellas
mismas, de manera que era imposible saber cuáles eran ciertas y cuáles falsas y
cuánto había en las ciertas de exageración y fantasía. Era uno de esos hombres
incapaces de diferenciar la realidad de la ficción. […]
¿Quién
había sido en verdad este campeón del Imperio británico y las ambiciones de
Leopoldo II? Roger estaba seguro de que el misterio no se develaría nunca y que
su vida seguiría siempre oculta detrás de una telaraña de invenciones. ¿Cuál
era su verdadero nombre? El de Henry Morton Stanley lo había tomado del
comerciante de New Orleans que, en años oscuros de su juventud, fue generoso
con él y acaso lo adoptó. Se decía que su nombre real era John Rowlands, pero a
nadie le constaba. Como tampoco que hubiera nacido en gales […]
Mario Vargas
Llosa, El sueño del celta
Pudiera
ser, también, que Henry Morton Stanley no haya existido jamás, salvo en las
enciclopedias y en discursos ebrios de progreso.
José
Ovejero, Biografía del explorador
El
personaje es su nombre, tenerlo o no implica dejar de ser.
Luis Arturo Ramos,
Melomanías
I.
El hombre presintió el peso del látigo sobre su piel.
Los músculos se tensaron, soportó su peso contenido y se esforzó por liberarse.
Aunque lloviznaba, sentía la garganta seca, la lengua paladeaba saliva y esperó
que el chicote no continuara restallando.
-
¿En qué dirección está el lago Nyanza?
–gritó Henry Morton Stanley- tradúcelo.
El intérprete, rasgos de ébano y lengua bífida, habló
en burundi.
El negro vociferó.
-
Dice que es tierra de dioses–repitió el
traductor- que ustedes no pueden acercarse.
Stanley reía; ante el silencio, autorizó.
El africano sintió el peso de la cuerda sobre su piel,
los azotes se crisparon hasta lastimar la epidermis y los gestos se
endurecieron en un lastimero aullido.
-
Dile que lo preguntaré por última vez
–aclaró Stanley con la mano sobre su machete -¿dónde está Emin Pasha?
El negro, atado a un árbol y con la espalda flagelada,
calló. Una carcajada se entrometió, los gendarmes sonrieron y un explorador
desaprobó los métodos, en silencio.
Stanley se acercó a una mujer joven de rasgos
estilizados, con la espalda repleta de miedo y tatuajes aristocráticos; escuchó
sus gritos y vio cómo trataba de aferrarse a su madre, que lloraba en el suelo.
La fogata serpenteaba sobre los rostros de los africanos, sobre la nariz
extendida, los labios congestionados, los ojos color pánico mientras el negro
se sacudía, sin soltar el árbol. Stanley arrastró a la esposa del cacique,
desenvainó el machete con el que zanjaba selvas y lo blandió.
La mujer observó su brazo, contrahecho. Una punzada
ardiente le atravesó el brazo y un par de lágrimas le rodearon la nariz oscura,
mientras una gota mayúscula brotaba del canto afilado. Berreaba, conteniendo la
sangre que escurría sus senos desnudos y una falda en hilachas. Los
conquistadores miraron estupefactos a Stanley, sosteniendo el brazo de maniquí
como trofeo, y el negro se convulsionó con la espalda deshecha.
Los gritos se desvanecieron en aullidos de
antropoides; la selva se quedó en silencio.
-
Pregúntale, cómo llegar –dijo Henry Morton
Stanley, inquieto; no recordaba la época en que lo llamaban John Rowlands.
II.
La hoja blanca, con el sello imperial en la extrema
izquierda y un membrete hospitalario, se llenaba de datos conexos con la
surcada caligrafía de tiempos remotos.
- ¿Nombre?
- John Rowlands.
- ¿Fecha de nacimiento?
- 23 de enero de 1841.
- ¿Lugar de nacimiento?
- Denbigh.
- ¿Gales?
- ¿Conoce otro Denbigh?
La mujer, de edad avanzada y mirada severa, arqueó la
pluma con furia; escribió mal el nombre del poblado.
- ¿Nombre de la madre?
- Elizabeth Parry.
- ¿Edad?
- 19 años.
La funcionaria, con cofia blanca, observaba a la madre
primeriza, las manos inquietas, la mirada evasiva.
-¿Padre?
- Murió hace unas semanas.
- ¿Nombre del padre?
- John Rowlands.
La madre dudó. Meditó si era John, Jack o Julian
Rowlands. Sus padres le decían Jack, su hermana menor le decía Johnny, ella le
decía Row, su apellido sonaba a desbandada de pájaros, a tierras deshabitadas.
-
Pudo haber sido Henry Sawyer, el vecino de
ojos azules.
La supervisora vio la cuna y se acercó. Observó los
rasgos de roedor cubiertos con una tela azul, los ojos negros.
-
El primer mes creía que había sido el
subdirector Clark –monologaba la madre sin ser escuchada- sus manos ágiles lo
introdujeron en mi cuarto. Después revisé un calendario; eso ocurrió antes. El
tercer mes creí que era hijo de Gabriel. Las fechas coincidían, pero el
instinto femenino, usted me entiende, me dijo que no, de todos modos, cuando
nació revisé que no fuera patizambo.
La enfermera no podía verle las piernas, los pies
permanecían ocultos en el entramado de la tela; se aflojó el cuello y buscó la
ventana, que permanecía abierta, con barrotes.
-
Cuando murió Rowlands supe que él era el
padre, aunque el último mes pensé que era hijo de Michael McCann, el irlandés,
con sus labios de luchador, ojos de luchador, puños de luchador. Pero recordé
que él llegó en época de sequía.
La secretaria observaba los rasgos de roedor, los ojos
negros, la boca entreabierta que asemejaba una sonrisa, las piernas ocultas,
zambas, tomó el folio y revisó que no quedara ninguna forma por llenar; al
final anotó, con letra estilizada, “bastardo”.
III.
El reportero se acercó a Henry Morton Stanley, le
estrechó la mano y le pidió que lo acompañara a una pequeña sala donde podrían
charlar, era el 15 de enero de 1899 y Henry Morton caminaba con dificultad. Se
sentaron en un sillón de piel café y Henry acomodó su bastón sobre la mesa de
caoba. El reportero sacó su libreta y ordenó un par de papeles.
-
¿Quieren algo de beber? –preguntó un
mayordomo, con levita almidonada.
El reportero negó con la cabeza.
-
Un whisky –respondió Henry Morton. Eran
las once de la mañana.
El mesero se fue, los hombres permanecieron sentados.
-
¿Empezamos? –dijo Henry con impaciencia.
-
Claro, señor –dijo el reportero, nervioso
–queremos, en el New York Herald…
Henry recordó viejas épocas.
-
Hace mucho no hablo con Gordon Bennett
–dijo, lejano- ¿sigue dirigiendo el periódico?
-
El padre murió en 1872.
-
Eso lo sé, hijo –reprochó Henry Stanley,
como si lo trataran como a un niño.
-
El hijo aún dirige el diario, él me pidió
que lo entrevistara.
-
Espero no nos tardemos mucho, en una hora
tengo una cita médica.
El mesero llegó con el whisky.
-
¿Todo bien? –preguntó el reportero y se
dio cuenta de su error.
Henry Stanley percibió la pregunta como familiaridad,
con el descaro de los estadounidenses, pero no se ofendió. Contuvo el vaso sobre
la mesa y escuchó las preguntas, sin tener mucho que decir.
-
Desde hace cuatro años sirve en el
Parlamento.
-
Es un gran honor.
-
Y este año lo quieren hacer caballero.
-
Es un gran honor –repitió Henry, en
respuesta ensayada.
-
Algunos no están de acuerdo.
-
Respeto todas las opiniones, aunque lo
merezco –dijo Henry y le dio un sorbo al trago.
-
Ahora, en el periódico deseamos saber cómo
era su vida antes de ser explorador.
-
No hay mucho que contar. Mi vida comenzó
cuando fui a buscar al Doctor Livingston.
-
Sé que no se llamaba Henry Morton -Henry
lo escuchó, curioso- sino John Rowlands.
-
Hace mucho no escuchaba ese nombre.
-
Me puede contar algo de su infancia.
-
No recuerdo mucho.
-
Cuéntenos de su madre.
Henry lo vio con coraje, apuró el vaso y recordó.
IV.
Elizabeth, se llamaba. Tenía 18 años, el mentón
afilado y comezón en la ingle derecha. Caminaba rápido, con las dos manos sobre
las viandas del vestido y la cara preñada de enojo. Recordaba la conversación
con su padre.
-
Señorita, súbase a cambiar –escuchó,
firme, cuando abría la puerta. Se detuvo en seco y despreció las preguntas
constantes hasta que escuchó- ¿Pensabas salir en ropa interior?
-
No son calzones –subrayó la palabra,
segura de que a él le incomodaría escucharla- es un vestido, no se ven las
piernas.
-
¿Vestido? Casi se le ve la rodilla. Eso es
ropa interior, como la de su tía.
Elizabeth lo vio con detenimiento y soltó la
carcajada. La madre caminó hacia la cocina, lo más rápido que pudo, y los
escuchó detrás de la puerta.
-
Se me cambia en este momento –gritó Moses
Parry- en esta casa, las mujeres no se visten como putas.
Elizabeth escuchó la palabra como sentencia y abrió la
puerta de la casa. Las llaves en la bolsa, 20 chelines en cambio y la carta que
le escribió Julian.
Elizabeth caminaba rápido, lo más rápido que se lo
permitía un vientre que mutaba por día. Sentía las lágrimas que caían sobre su
rostro. Iba de regreso a casa, para que su padre la abrazara; su madre
lloraría, como costumbre. De pronto, escuchó un grito que se colaba y vio las
espuelas de un caballo que la esquivaban. Se limpió la cara destilada y dudó si
regresar a casa o visitar a Henry Sawyer.
V.
El reportero observó cómo Henry bebía un trago largo y
supo que tenía una historia.
-
Su madre se llamaba Elizabeth.
-
Eso dicen.
-
Nació en Gales y vivió algunos años en
Denbigh. Cuéntenos de esa época.
-
Era muy chico, no hay mucho que contar.
-
Antes del orfelinato, ¿cómo era su vida?
Henry recordó diferentes pasados, para él todos
reales.
VI.
La noche sajona se colaba por la ventana, acompasada
por rugidos que escapaban del cuarto de su madre.
John inspeccionó al oso de felpa, afiló el oído y
acercó su pupila al ojo avidriado del muñeco, tratando de encontrar ese fulgor,
reflejo de vitalidad. Reunió al oso con su boca y le dijo palabras secretas, en
voz queda para que su madre no escuchara. Cuando terminó, estiró los brazos
delgados y el oso blanco, con patas rasas y cola narigona, se alejó de John,
indiferente.
En la tarde su madre lloró de rabia, de reclamos
contenidos. Esa noche, destilaba sonidos diferentes. Si bien, John no conoció a
su abuelo, el hombre que detestaba a su madre, él lo quería, le había regalado
su oso de felpa, al nacer.
Aunque tenía miedo de la oscuridad, temía aún más
abrir la puerta por lo que susurró canciones y trató de no encontrarle gestos a
las sombras. Cuando sintió que se quedaba dormido, abrió los ojos rápido,
intentando captar al oso en pisada orgánica pero el animal continuaba estático,
con la vista en él. John lo vio fijo, sin parpadear, sosteniéndole la mirada
hasta que los ojos comenzaron a arder y pestañeó. De pronto, percibió un ligero
movimiento, como si el ojo se iluminara. Le llamó por su nombre, Balder. El oso
no respondió pero el niño lo abrazó, sintió que algo había cambiado.
El oso observaba la pared blanca sin mover un solo
músculo. El reflejo que se colaba, clareando tinieblas, lo hacía verse vivo.
La madre creía que los muñecos eran cada vez más
reales, eso le asustaba.
VII.
-
¿Cuántas veces te he dicho que tengas más
cuidado? Ve por la escoba –dijo el abuelo, señalando la puerta de madera.
John, cuatro años y ojos ávidos, caminó sagaz, con una
mano blandiendo el palo de madera contra dragones, hasta que sintió la mirada
fija y aceleró el paso.
-
Siéntate allá, no te vayas a cortar –dijo
Moses Parry, mientras barría.
Caminó con la
mirada baja, observando que el contorno de los zapatos no tocara las líneas que
dividían las losetas y los vidrios en rompecabezas. John pensó en armar la
vasija. La base permanecía intacta, las paredes del vaso mantenían su forma y,
con pegamento, podría acoplar las astillas. Se rascó la garganta con la lengua,
pensando en que cada comida devoraría espinas de cristal, y caminó en silencio
hacia la silla. Se sostuvo del respaldo y subió lento, sin perder de vista los
vidrios que se apelmazaban en tintineos.
Le atormentaron los golpes futuros, añoró el amparo de
una madre.
VIII.
El viejo Moses cayó de bruces sobre la empalizada. Un
infarto impidió que regresara a casa para comer.
A las dos y media de la tarde, los hijos, Thomas y
Moses, recorrieron la granja hasta hallarlo, con tierra bajo los párpados. Lo
cargaron como un bulto, como su padre les enseñó a embalar cabras muertas.
John, el pequeño, esperó en casa, temeroso. Recordó la
noche anterior, los gritos merecidos, las manos sucias, los fragmentos en el
suelo y la cara lívida del abuelo, era día de golpes y poca comida.
Los hijos entraron con el padre a cuestas, lo
recostaron en la cama y lloraron.
John sintió alivio, un alivio que mutaría en culpa, y
observó cómo preparaban el cuerpo.
La casa se pobló de lamentos y espectadores.
IX.
John corrió hacia el cobertizo, olvidó las ubres
lactantes y abrió la puerta con fiereza, con las dos manos. Escuchó el llanto
embestido de la madre y la vio tendida en el suelo. John se detuvo en la puerta
y sintió el frío de una lejana tarde de invierno, cuando la escuchó sollozar
por vez primera, recostada sobre la cama, con una foto adherida al pecho y los
zapatos puestos.
Elizabeth abrió los ojos, empañados en lágrimas, y
observó a su hijo recargado en la puerta, con un carrito de madera en la mano
y, sin poder gesticular una frase, le pidió que se acercara con un movimiento
de mano que a John lo mantuvo en la cornisa de la puerta, asustado. La madre
vio los rasgos de su hijo, el pelo lacio que caía sobre la frente y se aferró a
la imagen que tenía del único hombre que amó. Lloró sin recelo, sujeta la mano
a una carta imperial, y esperó el cuerpo una semana, hasta que un lunes a
mediodía abrió el baúl de madera, sacó un pantalón café y una camisa blanca, que
es como ella lo recordaba, la extendió sobre la cama e intentó rezar.
Su madre continúo saludando cada mañana al retrato, recostado
en un espacio de la cama que, ella, jamás invadiría; otros hombres, sí.
John observaba el cuchillo en el piso y caminaba lento
hacia ella, la abrazó y sintió el pecho que se sacudía bajo su mano, un par de
lágrimas se escurrían entre la ropa; escuchaba los sollozos lejanos, cual
oleaje.
X.
-John, ven a comer -le gritó el abuelo.
John caminaba lento, con las piernas oblicuas, como si
cruzara en triciclo los campos verdes. Entró a la casa, dejó su juguete de
felpa encima de la cama y enfiló hacia la mesa, raquítico.
John se sentaba en el mismo lugar desde hacía tres
años, esperaba la sopa humeante y las hogazas de pan que cada tarde le servía
su abuelo. Sólo había dos sillas, no esperaban visitas. Acomodó los codos sobre
la mesa y jugó con los cubiertos de metal y con los esparadrapos. La cocina
olía a leña húmeda, a papás hervidas.
El sol cayó, John tenía hambre. Se levantó, harto del
olor carbonizado, y observó a su abuelo, sentado en el piso, con las piernas
arqueadas y las manos sobre el pantalón. John se sentó enfrente, con las
piernas cruzadas, y esperó.
Los tíos disfrazaron la casa de negro; una tía lo
saludó; los primos lo golpearon. John observaba su ropa nueva y sonreía. Caminó
hacia su abuelo, para presumírsela, pero al abuelo no le importó. John lo
agitó, reía, creía que su abuelo jugaba. Una tía lo abrazó pero el niño intentó
desatarse de los miembros que olían a cabra.
El abuelo dormía en un cajón de madera.
XI.
John caminaba por la casa de sus tíos. Se despidió de
la prima Mary y su pelo ensortijado, del primo Michael y sus cuadernos de
rayas, de su primo John, con cara de bobo y nombre duplicado, de Julie no se
despidió, le prometió que antes de un año, regresaría. El tío Moses, hermano de
su madre, lo subió a la calesa. John escuchó el restallido del látigo y el
llanto del equino. Levantó la vista y durante las siguientes horas memorizó
baldíos acompasados, el paisaje circular de campos verdes, árboles salteados,
cielo plomizo y nubes que empezaban a atardecer. Sintió el asiento incómodo,
los pantalones sucios de rehúso y diez horas de camino, y estiró la espalda.
Súbito, una bocanada de aire se incrustó en el rostro, como si atravesara una
pared de agua y abrió la boca, la brisa se coló entre los dientes, escalofrío
que exhaló en mal aliento. Los ojos cerrados, el aire que golpeaba la piel, la
brisa que se colaba y el pelo, revuelto, le recordaron las tardes en casa de su
abuelo. Una cabra cruzó la carretera y se sumergió en acantilados. John cerró
los ojos, sonámbulos.
Al abrirlos, vio que el campo se había convertido en
casas de escombros. Después de horas de bosques y vistas panorámicas, el
caballo atravesaba un despoblado de migrantes y trató de entender las pintas
que recorrían las paredes, descifrar los gestos cansados de los jóvenes que
caminaban y descubrir hacia dónde se dirigía.
Llegaron a una puerta metálica. StAsaphUnionWorkhouse
se leía en la fachada, John no sabía leer. Vio a un grupo de niños correr tras
un balón, sin entender el juego, y apuró el paso para no perder de vista a su
tío. Los edificios los resguardaron con sombras que transitaban y, al fondo, un
tambo metálico desahuciaba humo. Una mujer, de bella espalda cubierta y cabello
recogido, saludó al tío y se sumergió en pasadizos. John escuchó los ruidos del
orfelinato y recordó noches de estrellas en el campo. Caminaba con la ropa
envuelta en una sábana.
XII.
John se plantó en el centro de la portería. Se remangó
los pantaloncillos, que en la mañana eran blancos, y drenó las manos sin rastro
de sudor, como le recomendó el subdirector Clark cuando les enseñó el juego
nuevo. Detrás de él había dos hileras de edificios simétricos, con tejados a
dos aguas, paredes que combinaban tonos amarillos con gris construcción y una
carreta que en un tiempo recorrió pueblos pero, en 1848, sólo guardaba
herrumbres. Observaba el balón de caucho, fijo, en maniobra de hipnotismo. Los
aullidos de los jugadores, el tintineo del hombre que repartía leche o el grito
preciso del conserje se perdían detrás del sonido de sus zapatos que
restregaban la tierra.
El tirador acomodó el balón, a pocos pasos de la
portería, y se aseguró de que estuviera bien plantado. Dio tres pasos hacia
atrás, se enfiló en silencio y emprendió la carrera. La pelota se elevó a media
altura, dejó tras de sí una ráfaga de piedras y tierra, la mirada inofensiva de
tres niños con zapatos roídos y atravesó el campo.
John se lanzó en sentido opuesto. Blandió el aire, el
cuerpo recostado como si se arrojara en pausa, las piernas flotando y cerró los
ojos, en acto reflejo. El festejo inundó el espacio.
- Eres
un inútil –le dijo un joven, con casaca roja, entre aspavientos.
-
Ve por la pelota –contestó, mientras se
sacudía el polvo de las manos.
-
¡Inútil, carajo!
John lo veía alejarse; detrás una mujer lo espiaba,
recordó los cálidos gestos y el saludo fraterno que le dio a su tío. La figura
se perdió entre las ventana del edificio A del Saint Asaph Union. John
observaba el edificio, sintió temor de medianoche pero no se preocupó, el cielo
permanecía iluminado. A su espalda, el grupo de niños continuaba festejando.
XIII.
John pensaba en su madre, en los gestos que no conoció
y se aferró a la almohada. Un halo se colaba por los pasillos. John pensó en
Herbert, en sus brazos fuertes, en su uniforme de tercer año, en su voz rígida
y cerró los ojos. Recordó los años fuera. Las edificaciones se esfumaron, las
sombras se tergiversaron por un escampado radiante, los pies en movimiento y el
aire se purificaba, con olor a cabra. Escuchó su nombre y con una mano en el
aire confirmó que en un minuto estaría en casa. Giró la cabeza, vio el campo
desolado, una carreta abandonada a la orilla de dos casas de un piso y un patio
cercado por ropa secándose en alambres y estacas. Su abuelo entró a casa y él
aceleró.
John rezaba en voz baja. El llanto de Phillip no lo
dejaba concentrarse. John rezaba en voz alta. Con las manos sudorosas se tapó
los oídos y escuchó sus plegarias como tarareos.
XIV.
John Rowlands se acercó a la vaca, la tomó del arnés y
tiró de ella. La vaca caminaba lento, con el placer de la costumbre, hacia el
banco donde cada mañana las ordeñaban. El galés se sentó, amarró las patas a
una vara y acomodó las manos frías sobre las ubres, sintiendo la piel tersa,
como si jalara una cuerda húmeda.
XV.
John abrió los ojos. Distinguió a dos estudiantes de
tercer grado, con brazos largos, en alto y cubiertos los rostros por sombras.
John Rowlands estiró la mirada, deseaba constatar que un niño estaba en el
piso, que los gritos que escuchaba cada noche no eran pesadillas. Se levantó y
caminó con miedo. Herbert observaba a los niños bocabajo, las piernas húmedas,
los pies desnudos. John trató de identificarlos, los rasgos se perdían entre
los escombros. Al fondo, el subdirector Clark observaba.
Una risa invadió la galera, persecutoria, era Samuel,
el hermano menor de Herbert. John corría entre literas, pensaba en el campo, y
se escondió bajo las cobijas.
La mujer de pelo negro y ojos agrietados le gritó a
Herbert. Samuel no se detuvo, corrió veloz hasta que un grito tenue se
convirtió en su nombre.
-
Samuel Parry, alto ahí.
Samuel se paró en seco, la mujer caminó hacia él y le
prohibió que lastimaran a John. John permanecía escondido y reconoció la voz,
como si su abuelo le llamara.
XVI.
John observaba sus puños adoloridos, las marcas del
costillar de Phillip en los nudillos y escuchó en eco las alabanzas de Herbert,
las palmadas se Samuel, la mirada sorprendida de Phillip que, en el suelo, no
entendía por qué lo golpeaba hasta sacarle el aire.
John sentía deseos de vomitar pero corrió en
estampida, por los pasillos que Herbert gobernaba, y se sintió seguro.
XVII.
Era una tarde fría, casi otoñal, y la rana permanecía
acostada, con las piernas encogidas, el vientre blando y la cara adherente.
John tomó el escalpelo con descuido. Lo balanceó sobre
la tabla de madera y se detuvo frente a la rana, anclada a la bandeja. Sus
compañeros retaron al azar para no abrirla, a él no le importó. No achicó la
nariz cuando introdujo la afilada cuchilla, ni sintió el vaho ácido del
interior que se infiltraba entre la tela de su suéter hasta los alveolos. Sólo
se contrajo con un ataque de risa. Los compañeros lo vieron, sorprendidos.
- Se
tiró un pedo –dijo John, entre carcajadas.
Algunos rieron hasta que el subdirector Clark los
calló, en la lejanía. John sostenía con unas pinzas el estómago y observaba su
interior, maravillado. La viveza de los colores, el verde de la piel exterior,
el blanco que se perdía en rosado de la dermis, los intestinos bicolores enmarcados
por el corazón.
El subdirector Clark se acercó, para ver qué causaba
tanta expectación. Al ver la rana, deseó contemplar cómo se tambaleaba entre
espasmos. Tomó las pinzas y el punzón. La cara pecosa, los gestos de adulto, la
sonrisa entre labios machucados y una mirada perdida. Herbert lo veía con
atractivo miedo, John lo detestaba con temor. En la mano derecha sostenía la
herramienta de metal y caminaba hacia la cara desfundada de la rana. Phillip
agradeció que estuviera muerta y no sentiría los salados golpes como él, cada
noche. El anfibio se sacudió. Todos rieron, incluso John. Clark regresó
triunfante, se acomodó entre los demás alumnos y platicó con otros profesores.
John abrió la rana, separó las vísceras, los músculos
y entrañas hasta que obtuvo todas las respuestas, entonces abandonó los
despojos de rana. Los amigos jugaron con ella.
Hebert se acercó a John y le palmeó la espalda. Samuel
notó rasgos análogos entre su hermano y el niño de pelo rebelde, no le dio
importancia y tarareó una canción que su madre desconocía.
XVIII.
Las dos manos rociaban, alternadas, leche en una
cubeta. Una hilera de vapor ascendía entre la noche y John cantó una canción,
mientras su madre le gritaba algo, ilegible.
XIX.
Henry Morton Stanley observó el vaso esmerilado permaneció
ensimismado.
-
¿Algo que recuerde? –lo interrumpió el
reportero del New York Herald.
-
No mucho –respondió Henry, escueto -eso
fue hace muchos año, hijo.
-
Hablemos de su envestidura. Es un gran honor
para un británico como usted, pero algunos no desean armarlo caballero.
-
Son pocos los que no aprueban la noción.
La mayoría conoce mis logros, los viajes por África –dijo Henry- recuerde que
fui el primer occidental en cruzar el continente, en encontrar el afluente del
río Congo.
-
Sí, pero –trató de interrumpir el discurso
reiterado.
-
Cuando llegué era un pueblo de salvajes.
-
Pero no quieren que pertenezca a una orden
por su pasado, por ser bastardo.
Henry escuchó la palabra, con odio, y recordó, en tropel,
ocasiones en las que le dijeron esa palabra, decisiva.
XX.
Samuel lo observaba, con cara ensangrentada y la nariz
hueca de puñetazos. Trataba de zafarse de su peso muerto, de las rodillas que
le adormecían los brazos, y profería el nombre de su hermano como salvación.
John blandía los puños, los dedos permanecían
estáticos, rígidos, con las uñas aferradas a la palma, sintiendo cómo las gotas
rociaban el rostro desencajado… hasta que el grito disilábico, Her-bert, que
recorría los pasillos de la escuela y las literas vacías, lo reanimó.
Observó la cara triturada de Samuel, los brazos fofos,
las lágrimas que se convertían en quejidos y la sonrisa de Phillip, que lo veía
a lo lejos. Cuando llegó Herbert, John estaba de pie. Se vieron como cabríos y
reconocieron fuerzas.
-
¿Qué pasó? –le gritó Herbert a Phillip.
John caminó hacia la puerta, Samuel se atragantaba de
mocos y sangre.
-
Le dijo bastardo –reveló Phillip, temeroso
de una golpiza.
-
Era un chiste – denunció Samuel, entre
lloriqueos –sólo un chiste.
XXI.
La madre señalaba la puerta, con el dedo indicativo, y
le echó en cara los años de infelicidad que le había acarreado. John recordaba
sus gemidos, los diferentes hombres en la puerta y atisbaba la palabra que lo
condenaría al exilio. Cuatro letras que la madre convirtió en una respuesta
beligerante.
-
Cállate bastardo –dijo, con el llanto
contenido.
John escuchó el llanto de su madre, los estertores que
se desplegaban por años contenidos, y resonaron en su cabeza nombres sin
sentido que traspasaban la noche con un subdirector escolar hasta la batalla de
un irlandés por contener gemidos.
-
El hombre del cuadro no es tu padre.
Ningún hombre quiso serlo.
John sintió como si lo despertaran.
-
Debería haberte abortado.
XXII.
John huía del Asilo de Pobres de la Unión de Santo
Asaph, John huía de los patios de juego, John huía de los horarios del comedor,
John huía de oficina del director con fotos de bisontes y símbolos de águilas
calvas, John huía de la enfermería que tejía niños, John huía de la cocina con
olor a manteca, John huía de la lavandería con olor a cloro, John huía de los
pasillos, huía de las manos violentas del subdirector Clark, huía de los juegos
tétricos de Herbert y Samuel, huía de la mirada distante de la cuidadora, huía
de las mañanas de examen con aroma a varillas de abedul, huía de las sotanas,
huía de los muros, huía de las ventanas con barrotes, huía de St. Asaph Union,
huía de Gales, huía de que lo llamaran bastardo, John huía y creía, que si
corría lo suficientemente rápido, si viajaba lo suficientemente lejos, podría
huir de sí mismo.
XXIII.
John abandonó Saint Asaph con Mose, su compañero de
cuarto. Observó los rasgos aniñados de su compañero y pensó que si su nombre
contuviera una ese extra, tal vez serían familia, aunque, lamentablemente, se
apellidara Corwell.
Caminaron por terrenos aledaños a Deinbigh hasta que
una señora los detuvo. John pensó en encierros, Mose la abrazó como a una tía.
Comieron pan con mantequilla, un insípido té, y la
señora de ojos caídos y bozo, platicó historias de familia. John escuchó como
si fuese un cuento nocturno.
-
Tu abuelo Moses Parry vivía con toda la
familia en una pequeña casa, de dos pisos, al lado de un castillo. En la planta
inferior dormían sus hijos, Thomas y Moses. ¿Los conociste?
-
Sí, mi tío Moses me llevó a Saint Asaph
–dijo, con nostalgia- Pensaba visitarlo.
-
Es buena idea. ¿Eres hijo de Mary o
Elizabeth?
-
Elizabeth. Mi padre fue John Rowlands.
-
Lamento escucharlo. Tu padre murió hace
muchos años, trece o catorce. Tal vez puedas visitar al viejo John Rowlands,
aunque no debes esperar mucho de él.
A John le enseñaron que no debía esperar nada, de
nadie. No se caracterizaba por ser un niño que siguiera consejos.
-
La hija mayor, Mary, se casó con un
inglés. Si sigue viva, la encontrarás en Liverpool.
John pensó en el puerto,
en aventuras extraordinarias, recreó los gestos de una tía que no conocía,
cuando escuchó.
-
Elizabeth, la menor, tenía una vida
impronunciable.
John observó el fuego e
imaginó gestos.
XXIV.
Durante varios años, John, el bastardo, invadió
terrenos inhóspitos, se alistó en batallas innecesarias y se unió a una banda
de cuatreros por afán de perdurar.
Recorrió Gales con siete adolescentes que sabían qué
buscaban en la vida: sobrevivir.
XXV.
Cuando le preguntaron su nombre, respondió, con
naturalidad, John.
Cuando le preguntaron su apellido, respondió, con
naturalidad, que era de Gales.
Cuando le preguntaron su edad, respondió, con
naturalidad, que tenía trece años.
Cuando le preguntaron sobre sus padres, no respondió.
Cuando le preguntaron por su padre, soltó golpes.
Cuando le preguntaron por su madre, despreció a las
mujeres y se excitó.
XVI.
-
John, te toca –gritó Thomas.
John corrió hacia él, con los brazos dispersos.
El nombre del cuatrero le recordaba a su tío, el olor
rancio al pastor que les compraba leche, su cuerpo le hacía pensar en ubres y
le forjaban el apetito.
El galés tomó una piedra y la aventó lo más lejos que
pudo. Sus brazos débiles se estrellaron con el montículo más cercano y la risa
de los siete cuatreros.
-
John, mi pequeño John –repitió con
desaprobación Thomas.
John sabía que su flaqueza lo distanciaba del grupo.
Tomó otra piedra y la aventó lo más lejos que pudo. Sintió el brazo que se
desarticulaba en el esfuerzo y, sin vislumbrar el paradero, escuchó la
algarabía, como derrumbe.
XXVII.
El sol se ocultaba y el estómago cantó hambre.
Como cada tarde, los desterrados se acercaron al
acantilado. Observaron los dos mendrugos que descansaban sobre una roca. Cada
uno tomó una piedra, la aligeraron con el tallo y la enviaron hacia Gales, con
desprecio.
John, seguro de que perdería, como la semana pasada,
como los últimos años, tomó una piedra, más pesada, y observó el paisaje. De
pronto, corrió entre la maleza, brincó entre piedras y se acercó, a una cabra
que pastaba, en ataque. Con la piedra en lo alto destrozó el sentido del
animal.
Los siete jóvenes dejaron de lanzar piedras, miraban a
John golpear el suelo repetidamente, entre hierbas que ocultaban al animal.
Cuando se levantó, con las piernas ensangrentadas y los cuernos de la cabra
sobre la espalda, lo vieron con respeto. John ascendió triunfal por la vereda y
plantó la cena a los pies de Thomas.
Durante los siguientes meses, nadie retó a John a que
arrojara rocas para determinar beneficios, aunque lo siguió haciendo.
XXVIII.
El reportero guardó sus apuntes. Supo que había
encontrado la veta de John Rowlands.
-
Por su bastardía, en el parlamento
aseguran que no debería ser caballero.
-
No conocí a mi padre, pero no soy un
bastardo –explicó Henry, como si se excusara.
-
Pero, en sus papeles dice.
-
Hijo, si quieres que la plática continúe,
tienes que cambiar tu tono –dijo Henry, con el bastón en la mano.
-
Está bien, háblame de cómo llegó a América.
XXIX.
El día que se aburrió de salvarse la vida, John caminó
hacia Denbigh y buscó a su familia. Lo único que le dejó su madre fueron deudas
y visitas incómodas. Sólo un primo lo acogió, era exigente y malévolo; conocía
su pasado.
Después de dos años angustiantes, se inscribió en la
National School. Estudiaba en las tardes, entre caballos que ensillar y platos
sucios, y se graduó en el tiempo reglamentario. En las noches trabajaba como
ayudante de un profesor de historia y literatura sagrada.
John no sólo escogía los parágrafos, sino reconstruía
la historia para que los alumnos la entendieran. Esa mañana le tocaba la
historia de la mujer de Lot y decidió no hablar del pecado sino del resguardo
que ofrecía Dios.
XXX.
John caminó por las calles de Denbigh, con un traje
roído, postura imberbe y un ramo de flores silvestres que encontró cerca de
casa, con el cielo pluvial a su espalda y una sonrisa ensayada.
Tropezó con Katie Gough-Roberts en las afueras de la
escuela, como había previsto, y la acompañó a su casa.
Platicaron de clases de álgebra y latín, de los
compañeros de escuela y estuvieron de acuerdo en que la infancia eran los años
más felices. Katie escuchó un comentario que la hizo reír. John se enamoró de
su temible carcajada y quedaron en volverse a ver.
Tres meses repitió la broma y tres meses Katie rio,
hasta que él le confesó que no tenía padre y ella contestó, con la naturalidad
de la adolescencia.
-
Los bastardos no tienen suerte.
-
Yo la tendré. Seré famoso –profetizó John.
Katie río a carcajadas. John notó que su risa era
molesta.
-
El día que seas famoso, me casaré contigo.
-
Es una promesa –aseguró John.
Katie asintió sin temor a su padre, los bastardos
fracasaban. Esa noche, el aire de Denbigh olía a mar.
XXXI.
El viaje fue lento. Sintió la marea, los golpes de las
olas en el estómago, las noches de estrellas que le recordaban las
explicaciones de su abuelo, con esa voz de mujer que limpiaba los pisos del
internado.
Recordó la tarde en que se escapó, la noche arrumbado
entre cajas, los meses escapando de silbatos de policía y de hombres con traje
negro, de la paranoia de estar encerrado, una vez más. Huyó del norte de Galés,
recorrió caminos despoblados de día o noche, descansaba en matorrales y se
sumergía en las zonas transitadas al alba. Cuando cruzó la frontera, durmió una
noche entera encima de una carreta que habían abandonado hacía muchos años.
Caminó por Inglaterra, conoció ciudades y se maravilló por las grandes
embarcaciones que surcaban el Támesis. Disfrutó los amaneceres antiguos y comió
en un puerto, trabajando de carguero. Una tarde, el dueño del barco lo
transfirió a la maderera, sus brazos eran demasiado débiles para descargar. En
la maderera le enseñaron a cortar tablas, perforarlas con clavos y remendar los
errores.
Había sido un año complaciente, lejos del recuerdo del
orfelinato, y tenía deseos de explorar el mundo, conocer Asia, visitar otomanos
o bajar a Egipto. Un sueño no tan lejano, hasta que una mañana de Liverpool
tuvo que huir. Caminó por el puerto, buscó un barco con un destino lejano y se
embarcó.
Era 1859 y canjeó su trabajo por la libertad al
llegar.
XXXII.
1859 fue un buen año hasta que una tarde tuvo que
huir, subirse al primer barco que encontró y partir hacia América. Todos sus
ahorros los agotó al comprar el billete.
Observaba la silueta del Atlántico. Era noche de luna
llena y se sobresaltaba con pesadillas, recuerdos. En dos días llegaría a
América y aún no sabía que nombre utilizaría.
XXXIII.
-
John -le dice un hombre de cara tiznada y
manos adoloridas.
John sale del incendio de recuerdos y suelta la madera
sobre el caldero.
-
John -repite el hombre.
-
¿Qué? –le responde John Rowlands.
-
Que ¿qué harás llegando?
-
No sé –le responde John, con sinceridad
que el otro toma como desconfianza.- ¿Y tú?
-
Lo mismo, iré a California, en busca de
fortuna. Deberías acompañarme –dice amistoso.
El hombre se llama Terry Cadwell. También embarcó como
polizón.
El día que se conocieron, una semana después de subir
al barco, escuchó su acento y supo que, como él, era galés. Se acercó,
platicaron y se declararon seguridad. El día que vio cómo John respondía a ese
pacto tácito, y golpeó a dos marineros que le robaban una carta para Mrs.
Caldwell, supo que tenía que ganarse a John Rowlands.
Le platicó a John de los años del oro, de los hombres
que encontraban minas y se convertían en caballeros adinerados, con esposas
californianas, amantes mexicanas y algunos balazos a caballo. John pensó en
trabajar en minas oscuras, cerradas, y desechó la idea. Iría al centro, donde
nadie lo encontrara.
John continuó lanzando maderos secos y toneladas de
carbón a las calderas del barco. Esperando que llegara la noche, cuando se
escapaba del calor de máquinas y dormía en la intemperie, lejos de las
apretadas literas y los hombres sudorosos.
Las noches en las que debía permanecer encerrado,
recordaba tinieblas de la infancia y escuchaba los lloriqueos de Phillip.
XXXIV.
Nuevo Orleans olía a humedad, a sal de mar, a
desembocadura de ríos y lagos poco profundos. En inverno, el aire se fundía con
los aromas del puerto; en verano, la brisa inundaba las callejuelas, se colaba
entre las casas de techos altos y se desvanecía por cuartos con ventanas
abiertas. Cada tarde, la luz se filtraba a través de los limoneros y en las
mañana deslumbraba como estola de limanes, en particular el estuario del río
NOMBRE que se inflamaba de un azul profundo y se diluía con el sol.
Ese verano, el aire olía a pescado y la gente caminaba
con los brazos cubiertos para que el polvo que arrastraba el mar no se les
impregnara en la piel.
Todos, en la capital de Lousiana, hablaron de ello,
las mujeres lo volvieron el tópico de las tardes de té, los hombres los
discutían en el faldón de las escaleras mientras esperaban que los barcos
huyeran, cargados de peces fríos y enfermedades venéreas.
Todos discutían sobre el clima, excepto John Rowlands,
que llevaba tres semanas encerrado en un taller limando tablas y acomodando
juntas sin usar clavos ni remaches.
Desde que observó el litoral estadunidense, pensó en
el éxito. Descendió del barco, dispuesto a renunciar al mar negro, las mujeres
con piernas desnudas y hombros pálidos, y la idea de que los bastardos no
tenían suerte.
XXXV.
-
Llegué a América en 1859, era una mañana
tibia y no conocía a nadie en Nueva Orléans. Caminé por las calles del puerto.
Un tendero pregonaba ser el dueño de la tienda más importante del condado, lo
gritaba a viva voz. –dijo Henry, recordando una mañana lejana, inventada– me
acerqué y pedí trabajo. El hombre ni siquiera me vio. Un joven de dieciocho
años, con hambre y un pantalón roído era invisible.
El reportero escuchaba, sin tomar apuntes.
-
Ese día conocí a Henry Stanley.
-
El hombre que le dio su nombre –explicó,
denotando que conocía esa historia, que le era indiferente.
-
Henry fue un padre para mí. Le pregunté,
con el tono británico de esa época si necesitaba ayuda.
“Do you want a boy, sir?”, escuchó Henry en recuerdo.
-
Henry sólo tenía ahorros y un par de
amigos. Necesitaba alguien que lo ayudara y durante dos años, estuve con él.
XXXVI.
A las doce del día, los hombres se arrojaban agua como
niños, con la palma abierta. Las mujeres se guarecían del sol en sombrillas
blanquinegras y las madres observaban a los desconocidos con el recelo de la
virginidad.
Ese verano, las tiendas permanecieron cerradas, las
oficinas de gobierno trabajaban medio día y algunos tenderos decidieron
marcharse de la ciudad, la vida en su pueblo era más barata.
Nueva Orleans sonaba a murmullos, a carcajadas que
centellean. John no las escuchaba, el ruido de las máquinas nublaba el verano
estadounidense.
Ese verano, Henry Hope Stanley lo observó trabajar con
tesón, apilar bultos con brazos delgados, débiles.
A Henry Hope le gustaba John, sus manos delicadas, su
acento torpe.
XXXVII.
John creía que Robert McCarthy era un buen nombre.
Todos sabían que era irlandés y su sueño era ahorrar dinero para conquistar el
lejano Oeste.
Henry Hope Stanley lo veía trabajar con tanta furia
que le creía.
John sólo deseaba no recordar.
Henry lo acogió como un padre.
En dos años, John aprendió a reconocer tipos de
algodón, los precios en el mercado. Cada vez recordaba menos el norte de Gales
y cada vez pronunciaban menos su nombre.
Henry era un buen nombre, definía a un joven
emprendedor, sin pasado, como la nación a la que ahora pertenecía.
XXVIII.
-
Henry Hope Stanley me dio más que un
nombre –dijo Henry Morton, seguro- como su nombre, me dio esperanza.
El reportero escuchó la
historia de esos años y subrayó en su libreta la palabra bastardo.
IXL.
John caminaba por Nueva Orleans, vislumbraba los
barcos que anclaban en el puerto, los negros que recorrían las calles y esa
música que hechizaba. Vagaba por laderas y caminaba entre senderos de trabajos
esporádicos y robos temerarios, imprudentes. Hasta que una tarde un hombre lo
detuvo. Copper Hamilton, leyó John su insignia.
-¿Nombre? –le espetó en la cara.
Durante las últimas semanas John había trabajado en
olvidar su acento, imitando la calle. Lo importante era pasar desapercibido,
evitar que no lo deportaran o lo obligaran a ir a una guerra naciente. Sabía su
nombre. Sabía cuándo nació. Sabía que había hecho antes de ese trabajo
temporal. Lo había memorizado hasta crearse una personalidad.
-
Henry Morton Stanley –dijo, con
naturalidad sureña de redneck.
El policía se alejó y John caminó lento, despojándose
del John Rowlands que nació en 1841 en Gales y vistiéndose con un Henry Morton
Stanley que nació, creció y morirá en Nueva Orléans. Semanas atrás fue Robert
McCarthy, Frank Johnson, Roger McCalister, Daniel Jordan, J. R Rolling.
John se sintió cómodo. Henry le gustaba, sonaba a rey,
a Sir Henry.
XL.
Nuevo Orleáns tiene puerto. Su homónima francesa
carece de mar. En Nueva Orleáns la gente busca futuro, en Orleáns no. Nueva
Orleáns, en 1861 tenía 168 mil, 675 habitantes, la mitad eran parias, negros o
extranjeros.
En Nueva Orleáns, Henry Morton hablaba como galés pero
se sentía estadounidense. Ese año conoció un marinero con nombre francés.
Recorrieron el puerto, bebieron en amaneceres y se platicaron secretos
inventados. Él le contó de Asia, de los placeres aprendidos en barcos. Henry le
contó cómo llegó a América, de Henry Hope, de la naciente guerra civil.
El marinero no escuchó el sermón político.
-
No me interesa. –le dijo, con acento
franco.
Henry calló con labios la discusión hasta que escuchó
argumentos aprensivos.
El marinero habló mal de Hope Stanley, de su esencia
sureña, y le explicó que esas no eran muestras afectuosas de un padre.
Henry no sabía, nunca había tenido uno.
XLI.
El día que su tutor murió, Henry Hope Stanley, Henry
Morton Stanley se dio cuenta que el taller era demasiado grande para él.
Decidió continuar trabajando todas las mañanas hasta que una tarde no tuvo qué
comer. Los dos tablones que sobraban seguían apilados sobre la mesa y una segueta
permanecía en el suelo impecable. Aunque la puerta permanecía abierta, hacía
dos semanas nadie había entrado.
Escuchó la campanilla y se alisó la camisa. Era un
hombre de traje azul y un portafolio negro en la mano.
-¿En qué puedo servirle? –le preguntó Henry, con el
acento más sureño que conocía.
El hombre abrió el portafolio y le entregó tres
sobres: una orden de desahucio, la carta de una prima que no se enteró de la
muerte de Henry Hope Stanley y propaganda de Jefferson Davis, invitando a todos
los sureños a pelear por su patria, a todos los extranjeros a obtener papeles.
Ambos obtendrían riquezas y terrenos
Henry Morton Stanley tiró a la papelera la orden de
desahucio, leyó la carta, para saber algo más de ese hombre que le legó el
nombre, y caminó con la estafeta de Jefferson Davis en la mano.
XLII.
Henry Morton Stanley levantó la mano. El mesero se
acercaba, pero con un gesto le pidió otro whisky.
-
Algunos periódicos han asegurado que Henry
Hope no murió en 1861, que huyó a Cuba.
-
Eso es una mentira.
Henry sacó su cigarrera y un encendedor dorado. Aspiró
el tabaco y vio a otros hombres con smoking, en la misma postura.
XLIII.
La primera vez que escuchó el nombre se dio cuenta que
algo en él le atraía. La sonoridad, tal vez la idea de aristocracia inglesa,
tal vez que era un nombre demasiado americano. Cuando decidió tomar prestado su
nombre, decidió que sólo sería Henry Stanley. El segundo nombre, Hope, lo
sintió demasiado católico y lo transformó por Morton.
La única ocasión en que le preguntaron si tenía un
parentesco lo negó, el hombre seguía vivo y lo podía desconocer.
XLIV.
Una mesera llenó los vasos con whisky y los tres
hombres levantaron sus copas.
-
Por Henry - dijo Thomas, un forastero,
pronunciando por primera vez su nombre.
Henry Morton le dio un sorbo largo al fuego blanco,
sintiendo cómo la tráquea se derretía, el estómago volcanizaba y un pequeño mareo
se infiltraba, instantáneo, y pidió otro trago.
La noche transcurrió entre copas y cuando exigieron la
cuenta, estaba ebrio. Thomas sonrió. Voltearon a ver una mujer de vestido en
líneas policromáticas y tacones bajos. Henry sacó dos monedas, del desayuno.
Charlie contaba un chiste, los demás reían en
intervalos, cuando la puerta del baño se abrió y una mujer de pelo negro,
facciones finas y una mirada ausente se cruzó con Henry.
-
Stanley –le dijo Thomas, pero él aún
reaccionaba con Rowlands.
Observó la nariz respingada, los ojos brillantes y una
mueca por saberse observada que le obligaron voltear, verla alejarse.
- Se
llama Jenny –le dijo Charlie, que llegaba del baño.
John la vio, turbado,
hasta que la música se calló y tomaron sus cosas. Caminaban por el pasillo y
John pensó que Henry podía conquistar a esa mujer de piernas sugerentes.
Afuera, esperaban, Thomas
conoció a una mujer de caderas amplias y sonrisa fácil.
XLV.
En otoño, un hombre con placa de copper, lo apresó, lo
encarceló y lo envió en un tren a través de las montañas.
Le pusieron un traje militar, gris, y en tres días
sólo descubrieron que no era estadounidense.
-
¿País de procedencia? –le preguntaron sin
verlo, con la libreta extendida.
-
Gales –respondió.
-
¿Nombre? –John calló- ¿nombre?
-
Henry Morton Stanley.
XLVI.
El mesero entró con el whisky, lo acomodó en la mesa y
se retiró, silencioso.
-
Después de obtener su nombre, se enroló en
la guerra civil, si mal no recuerdo primero peleó con los confederados. ¿Qué me
puede platicar de esos años?
-
Fue una guerra, no hay mucho de qué
hablar.
Henry le dio un trago y sintió cómo el alcohol surtía
efecto y los recuerdos se apelmazaban.
XLVII.
Henry Morton Stanley corrió con el fusil en la mano.
Escuchaba explosiones y alaridos pero no volteaba. Corría como si el pasado lo
persiguiera. Atravesó la empalizada, el sendero de hierbas y flores silvestres,
sin pensar en su primera cita con Katie ni en las vacas que pastaban en Gales,
no pensaba en los mares de travesía ni en el único padre que tuvo, aunque
fueran menos de dos años, no pensaba en gritos de madre, en el llanto de
Phillip… desde hacía cuatro meses que escuchaba balas toda la noche y sus compañeros
se desangraban durante el día, no pensaba. Y, por eso, era el primero en correr
tras el enemigo.
La espalda del abolicionista se desplazaba frente a
él, corría veloz pero estaba a punto de alcanzarlo. Balanceaba su bayoneta y,
cuando lo tenía a tres metros y sólo podía ver su nuca, el hierro sobrevoló el
campo, blandió un cielo otoñal y se incrustó en la espalda del neoyorquino.
Henry Stanley escuchó el grito y sintió un escalofrío.
Matar era lo único que le molestaba, pero era un precio dispuesto a pagar para
que el pasado se contuviera. Esculcó los bolsillos del hombre, le robó
municiones y caminó hacia uno de sus compañeros, con el brazo ensangrentado.
XLVIII.
-
¿Te enteraste del ataque a Fort Summer,
Henry?
-
No –respondió John, sin habituarse a su
nuevo nombre, y escuchó de la derrota de los confederados.
-
¿Supiste que el presidente del norte,
Abraham Lincoln reclutó un ejército voluntario en cada estado del Sur?
-
No –respondió Henry y escuchó del avance
unionista.
-
¿Te enteraste que Virginia, Kentucky,
Delaware y Misouri se aliaron con el norte?
-
No –respondió Henry Morton.
-
También Maryland –lo interrumpió con un
parche en el ojo.
Henry Morton Stanley lo escuchó. Pensó qué hacer antes
de que la guerra terminara. Pensaba en las prisiones en el norte y sentía
temor, las ventanas eran pequeñas y vivían en hacinamiento. Ocho presos, había
escuchado.
IXL.
Henry escuchaba la noche, los ruidos de los hombres
que dormían, los susurros en el bosque y algún disparo perdido. En las velas de
campaña leía, cuando la adrenalina lo dejaba distraerse, o dormía de forma
aleatoria.
Esa noche caminó por el bosque, atravesó los
montículos repletos de tréboles; tenía hambre. No había escuchado o visto
ningún animal lo que significaba que el campamento estaba cerca. Caminó entre
las tiendas de tela y vio las diferentes señas que los hombres dejaban afuera
de su espacio para demarcarlo. Observó ropa, pocillos y, algunas veces, objetos
personales.
Henry se escabulló en una tienda con el cuchillo en la
mano. Tomó a un hombre por la cabeza que sintió las manos hirvientes y el
cuchillo merodeando su cuello. Le tapó la boca.
-
Mi nombre es Henry, soy soldado
confederado y necesito hablar con usted –le dijo, seco.
El Coronel James A. Mulligan, responsable de la
brigada del Camp Douglas, asintió.
L.
El 6 de abril de 1862, al amanecer, se enfrentaron en Hardin County,
Tennessee, los ejércitos de la Unión comandados por el General Ulises Grant y
Don Carlos Buell, contra el ejército de los confederados, dirigidos por los
generales Albert Johnson y P.G.T. Beauregard. En menos de dos días de combate,
24, 637 soldados abandonaron la guerra. Mil setecientos soldados murieron en
cada bando y 16,500, en total, fueron heridos. Al finalizar la batalla, 959
soldados de la Unión fueron capturados por 2,885 de los Confederados. 2,883
soldados se fueron olvidando. Uno pervivió; el otro se llamaba Henry Morton
Stanley.
LI.
Henry Morton, caballero, no soldado, del ejército
confederado, escuchó la arenga del capitán Smith, los gritos envalentonados de
sus compañeros y continuó abriendo con los dientes el sobre de pólvora. Lo había
aprendido de los veteranos, el mosquetón cargado era mejor herramienta para
sobrevivir que los bríos. No lo olvidó.
-
El éxito está asegurado –gritó Smith,
sobre su caballo- lo atacaremos por sorpresa.
Los soldados bramaron como chimpancés y caminaron hacia
la batalla. Henry Morton iba con el rifle en alto, con la sendera iluminada por
el amanecer y el ruido de grillos al despertar en un día que esperaban no fuera
soleado. Caminaron tres kilómetros.
-
Es mi primera batalla.
Henry Morton volteó y vio a un muchacho, con un
birrete de violetas en la cabeza y mascando pasto. Tal vez tenían la misma
edad, pero Henry le vio pocas posibilidades de sobrevivir.
-
¿Tú has estado en muchas? -lo cuestionó,
con el mosquete descargado.
Henry escuchó el zumbido de una varilla de abedul y
continuó caminando.
-
Me llamo Henry Parker.
Era un nombre del norte, le gustaba cómo se escuchaba
Henry, como un rey, Parker como hijo de familia estadounidense.
-
Yo también me llamo Henry.
-
¿De dónde eres? Yo soy de Milwaukee.
-
Nueva Orléans.
-
No conozco. En veintidós años nunca había
salido de Milwaukee, no tuve motivo.
Henry escuchó el acento más delicado, de hombre blanco
que no sabe hablar francés.
-
No entiendo a los hombres que abandonan su
casa por una aventura –dijo Henry Parker sin observar a su alrededor.
-
Yo tampoco.
Caminaron en silencio los siguientes cinco kilómetros.
-
¿Parece que va a llover? –interrumpió
Henry Parker.
-
Esperemos que no –fue todo lo que dijo
Henry Morton hasta que llovió –¡carajo!
El paisaje pixeleado mutaba con el sol. Cuando
sintieron los rayos repicando el cráneo, decidieron guarecerse, abrir su bolsa,
tomar la diminuta ración de tocino crudo que les correspondía y comer con
lentitud, para matar el tiempo. Ningún hombre habló, nadie tocó la armónica ni
contó chistes, como era costumbre. Se levantaron en silencio y caminaron con
desgano hasta que empezó a llover. Las caras se alargaron en una maldición
generalizada.
-
Carajo –exclamó Henry Morton, tapando con
su frazada el fusil -si se moja la pólvora, estás muerto.
Henry Parker escuchó el consejo y ocultó la mochila de
piel oscura bajo su abrigo. Escucharon la lluvia caer y cada frase que Parker
profería se quedaba sin respuesta.
-
Veo que no te gusta platicar.
-
No, los soldados que hablan mucho mueren
primero.
Henry Parker se calló, como acato, hasta que Henry
Morton soltó una carcajada como añoranza y no paró de reír durante los
siguientes metros.
-
Me gusta la lluvia, aunque me recuerden
viejos días.
Henry Parker lo observó sin entenderlo.
-
¿En Nuevo Orléans llueve mucho? –preguntó
Henry Parker con la curiosidad que despierta estar lejos de casa.
Henry Morton no supo qué contestar y se dio cuenta que
debía cuidarse. Caminó en silencio.
-
No falta mucho, prepara tu mosquete
–recomendó el galés.
El soldado Parker, uno de los hombres de leva, esperó
a que la lluvia cesara para cargar la escopeta. De pronto un zumbido se coló
entre los campos.
-
¿Eso fue una bala? –preguntó virando en
derredor.
Otro zumbido se impactó en un hombre de barba negra y
cabello recortado.
-
Nos están disparando –gritó Henry Parker.
Henry Parker gritaba mientras veía que los
confederados se guarecían con el pecho sobre la tierra y otros, como Henry
Morton corrían hacia un árbol caído.
LII.
Henry se hartó de escuchar gritos, le recordaban a Phillip.
En el campamento confederado las tiendas permanecían encendidas, un doctor
cercenaba una pierna, un hombre releía la carta de su novia, dos soldados
jugaban a que el otro era una mujer, y los gritos se colaban en la tienda
apagada de Henry, como nostalgia tortuosa.
Salió de la tienda. Caminó entre los cobertizos de
tela y se coló por el bosque que lo separaba del ejército unionista. No
soportaba que un hombre se quejara, le recordaba demasiadas noches.
LIII.
Originario de Illinois, el Coronel James A. Mulligan
era el responsable del batallón de los unionistas. Caminaba por delante de
Henry, con las manos en los costados y las armas demasiado lejos. Se desplazaba
entre el batallón durmiente; en el cuello, el filo desnudo. Sabía que su
probabilidad de sobrevivir dependía de escapar. Llegaron a un claro, donde
podían pelear de forma desigual pero tenía tiempo para solicitar refuerzos y
defenderse. Escuchó los deseos de Henry de cambiar de bando.
-
Lo conozco –dijo, el Coronel, como única respuesta.
Creía que era un asesino no condecorado – ¿cómo quiere hacerlo?
-
Captúrenme en batalla.
El Coronel le puso
atención.
-
¿Qué más quiere a cambio?
LIV.
Escuchaba las balas que rozaban el tronco en el cuál
se escondía. Escuchó los gritos de sus compañeros, las balas que no perforaban
la corteza, el olor a pólvora que se colaba, como perfume, escuchó su propio
corazón latiendo desesperado por reaccionar. Mientras sienta, estoy vivo, pensó
Henry Parker. Vio como un soldado de casaca gris abría los ojos de golpe y le
regresaba la mirada, con tranquilidad, mientras una corriente de sangre se
estrellaba en su cara. Observó como el hombre de bigote tupido se desplomaba
sobre su torso. Henry Parker recordó su birrete de violetas, su personal símbolo
de la paz y de la rendición, y lo palpó sobre el casco. Ahí seguía. Sintió paz.
No sintió cuando la bala le atravesaba el pecho y soltaba su mosquete con
pólvora cargada.
De pronto,
sintió una mano que le removía el cuerpo paralizado y escuchó la voz de Henry
Morton Stanley y sintió la calma de morir acompañado.
-
No te muevas, Henry –le dijo con acento
británico- ya pronto pasará.
Henry Morton levantó el torso de su amigo, le rodeó la
casaca con los brazos y se despidió. Henry Parker se sintió conmovido, lo vio
partir, con paso ágil hacia otro árbol, con dos escopetas, una en cada mano y
una mochila extra, la negra, las iniciales H. P. en la hebilla, los cartuchos
de pólvora y las cartas que le envió su madre.
LV.
Henry observaba los rayos matutinos que se agitaban
entre barrotes. Recorrió la línea amarillenta que se desquebraja ante el
golpeteo del carruaje y culminaba en su pie cubierto de fango. Levantó la cara,
la calle sucedía ante su mirada indiferente, la gente lo señalaba, los niños lo
observaban como a un animal agazapado, mientras la calesa, arrastrada por un
caballo famélico, avanzaba lenta.
El carruaje se detuvo a las afueras de Camp Douglas,
Illinois. Henry descendió y observó el sol en lo alto, los árboles que se
agitaban y sintió las manos ásperas del guardia sobre sus muñecas.
La explanada de la cárcel vociferaba. Era el 4 de
junio de 1862. Caminó entre la gente y vio al juez con su larga levita; dos
ancianas lo reconocieron como fantasma.
Recordó las mañanas frías de Gales, la furia contra el
gendarme, el retrato estático de la batalla, el hedor contenido en su prisión.
-
El Coronel James A. Mulligan le concede el
perdón si pelea por la unión –resumió un hombre de traje azul con el comunicado
en manos. Detrás, el pelotón presentaba armas.
LVI.
-
Dos hombres exigían su ejecución. Henry no
tenía miedo. Caminó por el estrado, con las manos sujetas tras la espalda, los
brazos firmes y escuchó al hombre de traje azul con el comunicado en manos.
Aprobó la orden, consciente de que Lincoln vencería.
Subió a la calesa y recordó a esa mujer, las tardes juntos, antes de que los
soldados invadieran.
-
Tiene suerte de que le perdonen la vida
–le aseguró el cochero.
-
¿Usted cree? - respondió Stanley.
LVII.
-
¿Nombre?
-
Henry Parker –respondió.
Detrás, el pelotón presentaba armas. Henry caminó
hacia ellos, deseoso de que el suplicio terminara. Sin entender que no había
empezado. Un empellón lo apresuró, giró la cabeza para tratar de ver el rostro
del agresor y los pies tambalearon en dirección al enramado de troncos donde
sería ejecutado.
De pronto, un hombre llegó, con un manifiesto en la
mano.
-
Henry Parker, por medio de la ley
promulgada por el presidente Abraham Lincoln y con el beneplácito del coronel
James A. Mulligan, se le concederá el perdón si acepta pelear por los Estados
del Norte – proclamó, en eco de la propuesta que explicó hacía tres meses.
Henry recordó la voz aflautada del capellán, comparó
las paredes de la cárcel con el orfelinato y caminó hacia la celda, arrastrando
los pies. Cuando llegó a la puerta de la prisión golpeó al guardia y sintió los
golpes en la espalda y rugidos. Sonrió, los gritos enfurecidos no le recordaban
nada.
LVIII.
Nombre: Henry Parker.
John Rowlands mostró las cartas de la madre de Parker
y observaba cómo el hombre de azul escribía en una máquina. Guardó en la mano
la vieja ficha, la que encontró en el internado galés. En cuanto tenga una
nueva, podrá destruirla.
Lugar de origen: Reino Unido.
Inglés. Ser partidario de la corona siempre
favorecería el prestigio, no notaría la diferencia del habla.
Fecha de nacimiento: 28 de enero de 1841.
Esa fecha dejó su madre. No recordaba mucho más que un
oso de felpa y el olor a cabras.
Edad: 21 años.
Había sobrepasado los veinte años y aún no había
logrado lo que se había propuesto.
Padres
El escribano preguntó, Henry negó involuntario
mientras pensaba.
Bastardo
Escribió con letra permanente. Henry se acercó,
alarmado.
-
Muertos.
El reclutador lo reescribió, entre paréntesis, no
creyó necesario rehacer la hoja.
Altura: Un metro y
sesenta centímetros.
Era un enano, un hombre que siempre tenía que voltear
hacia arriba para hablar con seres inferiores.
Enfermedades sexuales:
- No
–afirmó con desprecio.
Aunque sabía que un bloque de ronchas caminaban sobre
su sexo, exponenciales, desde hacía meses, calló. Un marinero que conoció en un
puerto, una noche que dio rienda a sus preocupaciones y un resultado que lo
incomodaba cada vez que lo recordaba; aunque un doctor le había dicho que no
era mortal, eso lo despreciaba.
- ¿Sífilis?
- No
–respondió Henry, observando al militar con desesperación.
Observó la hoja nueva, con el apellido Parker en
grande y la palabra que le molestaba. Prefería hijo de puta. Su madre se lo
había ganado.
LIX.
-
¿Es dura la guerra? –preguntó el
reportero, harto de los silencios del explorador gales.
-
Sí –dijo Henry, escueto.
-
¿Después qué pasó?
-
Conocí a James Gordon Bennett Jr. y me
convertí en reportero –aclara Henry, con el cigarro en la mano- cubrí las
guerras entre indios y vaqueros en el mediano oeste.
-
He leído los reportajes, son impecables.
-
Gracias –dijo Henry, acostumbrado a los
halagos- Pero miento, eso fue después, antes trabajé en el barco Minnesota, al
final de la guerra civil. Eso fue pocos años antes de África, de eso deberíamos
de hablar.
LX.
Henry Parker caminaba entre los árboles, escudándose
entre los árboles, escuchando el sonido de los árboles que silenciaba las
balas. Escuchó el estallido de un cañón sobre la maleza de Tennessee. Se detuvo
en seco y giró, vio la empalizada, el polvo que ensombrecía el trayecto y
empezó a trotar, antes de que la pólvora impidiera mantener los ojos abiertos.
Faltaba poco. De pronto, se detuvo. Escuchó las voces aflautadas de los
norteños y aventó su maleta café lo más lejos que pudo.
LXI.
Las ropas azules se repetían en batallones, hombres
con espadas al cinto y un mosquete en la espalda hablaban con acento acelerado.
Henry caminaba bajo las casas de dos pisos, de tejas holandesas y sin un porche
blanco como los que construían abajo del Mississippi. Caminó con la escopeta
lista, en unas horas podría combatir, sintió los recuerdos que se agolpaban, la
voz de su primo, los gestos de Herbert y tomó su fusil. Llevaba cuatro meses
recluido y sintió el miedo entre las hileras de jóvenes soldados. Un joven le
sonrió, él no volteó, pensó en sus amigos del sur y tapizó el mosquete con
pólvora, sabía que debía matar a un confederado, tenía que demostrar la lealtad
que prometía batallas sangrientas y lejanía con el pasado.
LXII.
Los confederados corrían despavoridos. Henry
disparaba con los pies en movimiento, tomaba los rifles de los caídos y
caminaba hacia los hombres, de rojo.
No escuchaba los gritos de sus enemigos, no
escuchaba lloriqueos, ni el gemir de hombres en su infancia, no escuchaba a sus
familiares caer, sonrió, no escuchaba los balazos que se incrustaban en tierra
baldía, no escuchaba la bomba que caía hacia él, no escuchaba el golpe del
metal al chocar, no escuchaba la explosión, no escuchaba los gritos de sus compañeros
en su ayuda, no escuchaba la voz de la enfermera, no escuchaba los gritos de
los hombres que se sacudían con miembros desgajados, no escuchaba al doctor que
le revisaba la mirada fija, no escuchaba sus alaridos, sólo escuchaba un pitido
y el olor a enfermería infantil.
LXIII.
Henry Parker despertó, sintió el cuerpo torpe, los
miembros hipnotizados, y se restregó sobre la cama de sábanas rugosas. Escuchó,
entre ecos, el ruido de platos que chocaban y utensilios de metal que resonaban
en el balde de agua. La mujer estaba en la cocina, era hora de levantarse.
Abrió los ojos, la noche aún reposaba sobre la cabaña. Se estiró sobre la cama,
aventó las sábanas al suelo y sintió el frío que se escurría como ráfaga.
Encogió los dedos de los pies, la piel se enchinó y las rodillas se contrajeron,
involuntarias, para mantener el calor nocturno. El ruido se escabullía de la
cocina y los pasos de ella se acrecentaban hasta que la puerta se abrió. Detrás
de los ojos agrietados y marañas de cabello aún negro, se filtraba una luz
intermitente que alumbraba de forma tenue la habitación.
-
Es hora –dijo la madre, expectante en la
puerta.
La mujer cerró la puerta. Los pasos se alejaron sobre
baldosas. Se vistió con sigilo y abrió la ventana. Ninguna estrella despuntaba,
la luna permanecía oculta entre nubes y, al fondo, la ausencia de contornos
amarillos confirmaba que sería una mañana fría.
Salió del cuarto. Recibió un beso y una taza hirviente
de leche. Observó la cocina limpia, la comida servida, el fuego de la hornilla
encendido y se dio cuenta que no había dormido.
El galés abrió la puerta, respiró vientos de Milwaukee
y se enfrentó a la noche absoluta.
XLIV.
Henry le enseñó las cartas, le contó de los días que
vivió con Parker, de las tardes en que comentaron de infancias, uno en Gales,
el otro en Milwaukee.
-
Henry creí que nuestro pasado nos unía
–dijo John con voz sureña– los dos fuimos hombres de campo y compartimos
nombre.
Le contó que murió como un héroe, que le encargó
cuidara a su madre. Mary Parker abrió los ojos, empañados en lágrimas, y
observó al nuevo inquilino recargado en la puerta, con la bolsa de su hijo en
la mano y, sin poder gesticular una frase, le pidió que se acercara. La mujer
vio los rasgos desconocidos, el pelo lacio que caía sobre la frente y se aferró
a la imagen que tenía del único hombre que amó.
-
¿Henry, te llamas?
El galés asintió. La madre lloró sin recelo, sujetando
la mano a una carta, y abrió el baúl de madera, sacó un pantalón café y una
camisa blanca, que es como ella lo recordaba, la extendió sobre la cama e
intentó rezar mientras besaba un retrato viejo y se despedía de un pantalón
deshilado y la camisa blanca que ese día John tenía puesta.
LXV.
Henry Parker se acercó a la vaca, la tomó del arnés y
tiró de ella. La vaca caminaba lento, con el placer de la costumbre, hacia el
banco donde cada mañana las ordeñaban. El galés se sentó, amarró las patas a
una vara y acomodó las manos frías sobre las ubres, sintiendo la piel tersa,
como si jalara una cuerda húmeda.
LXVI.
Henry serruchaba un tablón, derecho, sobre una línea
zigzagueante, marcada con carbón. En el suelo había cinco tablones de cuatro
metros sin cortar. Enfrente, un dibujo de una cerca, sobre una hoja tan tenue
que parecía que en cualquier momento se rompería.
LXVII.
Mary nunca le llamó John, nunca supo que era de Gales,
nunca escuchó el apellido Rowlands, hubiera dicho que el apellido sonaba a
desbandada de pájaros, a tierras deshabitadas.
Mary continuaba en la cocina. Lavó un tomate, rojo,
tomó una papa y la puso a cocer en una olla con agua. Sorbió un poco de café y
cortó hogazas de pan. Cuando Henry entró Mary lo abrazó, él pensó en una madre,
ella pensaba en noches cálidas y añoraba que le sujetaran las piernas, con
firmeza.
LXVIII.
John caminó por la granja y se sintió muy cerca de
casa, muy lejos de llamarse Henry.
Estiró el cuello sobre los hombros y sintió cómo se
contraía la espalda hasta quedar la cabeza horizontal, con la nariz ampulosa
señalando el cielo sin nubes. Buscó la luna en claro día y recordó los ojos de
Katie, su piel bruñida, los senos que se marcaban cuando recogía el sorgo y las
piernas delgadas. Escondió los párpados deslumbrados en el establo.
Al abrirlos, se encontró con una loma repleta de
silencio y piedras invernales. El olor a rumiantes y los mugidos se entrometían
en sus recuerdos, la mano se agitaba veloz, jadeante.
LXIX.
La leche inundaba la cocina, la cubeta volcada, adrede
y John con la pierna cubierta de manchas blancas, no todas producto de la vaca.
Mary le echó en cara los años de infelicidad, el deseo contenido en sus manos. Henry
no entendió al principio. Cuando conoció sus deseos, pensó en caricias de madre
y atisbó la palabra que lo condenaría al exilio.
-
Cállate bastardo –dijo, con el llanto aflorando.
Henry escuchó el llanto de Mary, los estertores que se
desplegaban años contenidos, y resonaron en su cabeza años olvidados.
El galés azotó la puerta, escuchó los mugidos de las
vacas, el trinar de los pájaros y al fondo, como una liebre, el río que
arrastraba rumores.
Mary le repitió el perjurio. John escuchaba su pasado,
contuvo los reclamos en la puerta y salió al mundo, desnudo, como un bastardo.
LXX.
John caminaba por el río, sentía los pies húmedos y
escuchaba el oleaje en eco, con la rutinaria satisfacción de quien ha escuchado
más veces el río que voces. Esa vez no escuchaba el agua, pensaba en los años
perdidos, en los días que se esfumaron. Sintió una piedra que le permitiría
elevarse y observó la granja por última vez.
Mary no estaba. John se sintió huérfano y se dio
cuenta que necesitaba un nombre.
LXXI.
La noche se desplomó en medio de la tormenta. Sentía
la piel húmeda, el frío de la tierra que se colaba hasta los huesos y abrió los
ojos, sólo oscuridad en derredor. Irguió la cabeza. Desaparecieron las montañas
de picos bajos, los árboles mechudos y el camino de tierra que hacía minutos
recorrió. Sólo el ardor de una gota que se colaba entre los párpados le aseguraba
que tenía los ojos abiertos. En pocos minutos, el cielo se despobló de
estrellas. Sintió el cuerpo torpe, los miembros hipnotizados, como cuando acababa
de despertar, y dio un paso. La hierba mojada le acariciaba la extremidad
derecha, un breve cosquilleo que le obligaba a retroceder a la posición original.
Levantó la mirada, ni una sola estrella, la luna escondida entre nubes y una
oscuridad que oculta su piel blanca.
Percibió la sazón de un trébol regurgitar. Recordó el
sabor dulce que sobresalía entre la maleza, los acentos ácidos que se
impregnaban en el paladar y se desmembraron en hilos apelmazados, como bola de
estambre húmedo, y añoró el desayuno de la casa Parker.
Giró la cabeza en la oscuridad del centro
estadounidense, recordó la ráfaga de hojas secas y varas desnudas que le obligó
a cerrar los ojos, las gotas desmenuzadas que caían en aluvión y ese murmullo
de ramas que anestesiaba y dio otro paso inseguro.
Se sentó en cuclillas y aspiró hondo. La noche
arrastraba olores lejanos, el dulce fragor del río se matizaba con el agrio
aroma del árbol que se balanceaba con el aire y el olor a tierra húmeda. Volvió
a aspirar, un dejo picante a leña quemada le tranquilizó, sinónimo de la
cercanía de un poblado, por lo que aspiró con más fuerza, tratando de recabar
la estela de humo que no flotaba, visible, pero tan sólo consiguió que el olor
a mierda que le rodeaba se incrustara entre los alveolos, le constriñera el
estómago y ascendiera por la garganta como trébol putrefacto.
El viento frío le impidió vomitar, y una ráfaga de
olores se coló como una bofetada.
LXXII.
-
Era 1867. Hacía cinco años había dejado la
vida de soldado y me había convertido en reportero –aclaró Henry, como si
escribiera sus memorias- después del barco Minnesota, de las guerras de los
apaches, obtuve mi primer trabajo real. Fue en Nueva York. James Gordon
Bennett, el padre, me citó en su oficina, con vista a la gran manzana y me
dijo, con la voz grave que lo caracterizó “¿Te interesaría hacer un reportaje
para nosotros?” Yo sólo dije que sí, sin saber a qué me atenía. “Tendrás que
viajar lejos”, dijo el señor Bennett. Yo quería ir más allá del norte de Gales,
así que acepté.
-
He leído sus viajes por España, los meses en el
imperio Otomano.
-
Fue un viaje espantoso. Nuestro guía
nos traicionó, nos robaron todo el dinero, estuvimos en la cárcel. Nada salió
bien.
LXXIII.
John entró a un restaurante, tomó la carta y pidió un
bistec con huevos y una taza de café. La mesera le sirvió la ración y siguió platicando
con el cliente de la barra.
John terminó de comer, en pocos minutos, y le chistó a
la mesera.
-
¿Tienes pastel?
-
¿Tienes con qué pagar?
John vio que había pocos hombres, sería fácil escapar.
-
¿Tienes trabajo? –preguntó John, en
respuesta.
Lavó platos y saboreó el pastel de zarzamora como si
fuera un sabor de infancia. Cuando terminó la cocina, acomodó la basura y
encontró un periódico tirado. The Ne York Herald, leyó en la portada, era de
hacía dos semanas; de cualquier forma, lo hojeó. Se cumplían dos años de la
muerte de Abraham Lincoln, asesinado por John Wilkes Booth. Henry no conocía a
Booth pero sintió compasión.
Leyó un fragmento del análisis político y atravesó las
secciones hasta que un nombre lo detuvo. Leyó el artículo con rapidez, saltando
palabras decorosas y nombres de poblados que nunca había escuchado, en una
Europa que no conoció. Cuando terminó de leer regresó al encabezado y acercó el
periódico a la cara. Releyó el nombre y soltó una metralla de patadas al bote
de basura.
La mesera se asomó por la puerta, asustada.
-
¿Todo bien, Henry? –preguntó.
-
Sí.
La mesera volvía al restaurante cuando escuchó.
-
Me puedes leer qué dice aquí.
Pensó que era analfabeto y con delicadeza leyó.
-
Turquía es fría de noche…
-
No, esto –señaló Henry el encabezado.
-
En tierra otomana, por Henry Morton
Stanley.
Henry pateó el basurero.
La mesera se asustó y regresó al restaurante, sirvió
café en dos mesas y observó la puerta cerrada. Henry no volvió.
LXXIV.
Henry abrió los ojos. Pestañeo repetitivo, con
lentitud, como si los párpados permanecieran infectados de noche. Introdujo la
mano tibia entre los pantalones y se rascó los testículos con furia, por la
falta de uso. Con la otra mano se acariciaba la cara, llevaba cuatro días sin
rasurarse y no sabía si se bañaría o se quedaría otra hora en cama. La luz
estaba apagada, un rayo de luz se colaba entre las cortinas, plantando un haz
blanquecino sobre la pared y sintió la humedad de la selva en Nueva York.
Afuera, nevaba.
LXXV.
Henry caminaba por las calles amplias de Nueva
York. Nunca había visto tantos carruajes y casas prendidas.
Atravesó la avenida principal, con los papeles de
identidad que encontró en Nueva Orleáns y se plantó enfrente. Aún era Henry
Parker, pero no por mucho tiempo.
The New York Herald, se leía en la entrada. Henry
entró al mezzanine, se presentó ante la recepcionista y le dijo que venía a ver
al editor. La secretaria le explicó que estaba en una junta. Henry esperó.
Mientras, Nueva York se agitaba por la ventana.
La gente caminaba en espacios nuevos, se sumergía
en edificios con demasiadas ventanas y las calles permanecían ocupadas por
carruajes desocupados. Henry vio los gestos de la secretaria, la cara
respingada, los entresejos y pensó en mujeres del pasado, pero olvidó a Mary
Parker. Recordó la voz de una mujer que lo abrazó y abrió la gaveta donde tenía
cartas de Henry Hope, de Henry Parker y su firma como Henry Morton; revisó que
todas las páginas fueran legibles.
El editor hojeo con indiferencia las primeras
páginas y se detuvo en fragmentos. Leyó una página completa y al terminar un
escrito cerró el libro, lo observó intrigado.
- ¿Quién
eres?
LXXVI.
El agua caliente subía por la tina. La bruma ascendía
por la bandeja de cobre y un cuerpo desnudo entró, primero una pierna, después,
flexionó la otra rodilla y se introdujo en la bañera. Hilos de agua caían sobre
la cara, el cabello castaño, la espalda inundada de vaho y se deslizó,
jabonosa. Durante cinco minutos permaneció firme hasta que sintió cómo se
enfriaba. Estiró la mano y sujetó la toalla café con la que se secó de forma
rigurosa.
Henry Morton caminó por el suelo frío hasta posarse
sobre el espejo. La mujer observaba cómo se calza los pantalones, se fajaba la
camisa azul y se ajustó el cinturón. Cuando se abotonaba la camisa, escuchó
como si le hablaran de muy lejos.
- Hay
dinero sobre la mesa.
La mujer se acercó, rodeó el banco donde se puso los
zapatos y observó el traje azul marino. Le ayudó a ponerse el saco, de hombros
estrechos, y limpió las virutas de polvo que se esparcían por los brazos.
- ¿A
dónde vas?
- A
hablar con el editor, tengo que publicar mi versión.
- ¿Por
qué? ¿Qué pasó?–lo interrumpió, con una ansiedad simulada.
- Las
cosas se salieron de control.
- ¿Qué
vas a hacer?
- Entender
qué ocurrió.
Henry Parker se acomodó la corbata azul marino y, frente
al espejo, se plantó la mano entre los amasijos de pelo.
- Pero
¿cuál fue el motivo? –preguntó la mujer.
- ¿Acaso
importa?
- Sí-
respondió, sin esperar respuesta
Las palabras se colaron como música de fondo. El
explorador ensayaba nudos de corbata.
LXVII.
Henry Morton Stanley siente cómo la fría piel
que cubría al mueble se trasminaba través de la bata fina, se sintió observado,
con las piernas sobre un banco de metal y las piernas juntas, apenadas. Stanley
observaba los dibujos y esquemas del cuerpo humano y se dio cuenta de que el
consultorio era más frío que la sala de espera. Siempre creyó lo contrario.
Recordó las preguntas escuetas del reportero
y la promesa de que mañana le contaría su vida. Se sintió indefenso, no le
gustaba recordar su vida, y decidió parecer indiferente.
Observó la mesa de madera, las recetas, con
el nombre en letras azules, dos diplomas colgaban en la pared y una máquina de
escribir, con una hoja ahorcada por el rodillo. Henry vio la bata azul, el
asiento color vino, las piernas velludas y el estrecho estómago que aún no le
impedía ver sus pies, el suelo color arenisca. De pronto escuchó que la puerta se
abría, volteó y observó a la enfermera que con una seña lo obligó a levantarse.
Caminó detrás de ella, con pudor, por el pasillo blanco, iluminado y
silencioso, que indicaba. Henry se sujetaba la bata y observaba el vestido
blanco de la enfermera, el suéter gris y el peinado en chongo que no suavizaba
los gestos bruscos. Giró a la izquierda, los zapatos blancos se veían muy
cómodos, Henry sentía el frío piso y se sintió humillado.
La enfermera abrió una puerta amarilla y le
pidió que se recostara en una cama. En unos minutos vendría el doctor. Henry sintió
cómo una lluvia espesa de ácido se colaba por la garganta y le producía
arcadas. Tuvo frío en los pies y apretó las manos, clavándose las uñas en la
palma. Cuando decidió que no tenía por qué soportar la espera, en unos días
sería nombrado caballero, y se levantaba, para irse, el doctor entró. La bata
blanca, la insignia imperial bordada, la corbata negra y la camisa blanca, los
zapatos lustrados y el bigote recortado, observó Henry y asintió. Impecable,
como siempre.
- ¿Henry Morton o Sir Henry Morton Stanley? –preguntó, con deferencia.
- Aún no, esta semana será Sir.
- Felicidades, Henry –dijo, con tono suavizado.
- ¿Nació 28 de enero de 1841?
- Sí
- Mide: 1.65. Pesa menos que el mes pasado.
El doctor revisó las láminas, con la columna
vertebral aclarada, y una nube junto al estómago. Dejó las radiografías sobre
la mesa y caminó hacia Stanley. Stanley Rowlands observó los labios del doctor,
la boca que se expandía en bocanadas y se agitaba como si gesticulara con lápiz
labial. El paso de las enfermeras, pasos firmes como si trataran de agrietar la
loseta con el tacón, se colaba. Una puerta se abrió y cerró con delicadeza, a
lo lejos. El doctor continuaba explicando.
- ¿Me entendió? –dijo el médico, con los ojos sobre el rostro bobalicón
del galés, tratando de encontrar una reacción.
- Sí. El cáncer aumentó, es inoperable, de 4 a 6 meses, con suerte.
John Rowlands se quedó observando fijo una
fotografía que se encontraba a la altura del hombro del doctor. En la imagen
aparecía un hombre con gestos de contraluz, con ojos deslumbrados y surcos en
la frente.
- Lo conocí hace dos años.
El médico se le quedó viendo, sin entenderle.
- El rey Eduardo VII –repite Stanley, apuntando con el dedo la fotografía.
El médico volteó, observó la imagen como
nunca la ha visto, con extrañeza, y regresó la mirada al paciente. John observaba
la imagen.
- Recuerdo esa noche. Platicamos de animales de caza. Le conté cuántos
kilos de marfil extraje en África. Quedamos en ir en verano, espero vivir para cazar
con un rey.
- Sir Henry –dijo observándolo de reojo- entiende que dentro de seis meses
usted estará muerto.
- Sí –respondió Stanley, inmutable, sin notar que aún no era caballero.
- ¿Qué le dirá a su mujer?
- No lo sabrá.
- El dolor es insoportable.
- No lo sabrá. Usted me dará pastillas y usted no dirá que estuve aquí.
- No puedo –dijo el médico, como si se sintiera escuchado- si lo descubren
me pueden cerrar el consultorio.
Henry escuchó una voz lejana, su abuelo con
la voz ronca explicándole qué hacer, cómo solucionar un problema, los errores
que cometía.
John Rowlands recordó noches frías y caminó
por el pasillo del hospital. Las enfermeras lo volteaban a ver. Caminó seguro
pero apresurado, con el saco sobre el hombre derecho y la mano firme, con
orgullo. Caminó por el pasillo iluminado del hotel. Entró al cuarto y observó
sus libros sobre la cama. Los acomodó lentamente sobre el escritorio, tomó un
vaso de agua y apagó la luz. El sol se filtraba por el ventanal. Observó el
reloj en su buró. Cinco, veintitrés. Stanley suspiró con la frente viendo el
techo, la cabeza sobre un cojín y el cuerpo sobre la cama.
- Maldito cáncer –dijo, furibundo- seis meses…
Observó las grietas en el techo, como
asteroides que se incrustaban en los cielos. Stanley pensaba en todo lo que
debía hacer en esos meses.
- Mierda.
LXXVIII.
El 10 de mayo de 1904, cuatro años después de que
le diagnosticaron la causa de muerte, Sir Henry Morton Stanley murió en su
casa, rodeado por Dorothy, su mujer, y su hijo, Denzil. Durante los cuatro años
que agonizó en silencio, Henry escribió su autobiografía, mintió.
LXXX.
Henry Parker esperaba, plantado frente a la
puerta de madera con el número 96, con el puño rígido, rozando el pantalón, con
la mueca de tocar la puerta como reflejo. Esperó bajo un farol de luz blanca,
con el abrigo café deshilado. Se escuchó el cerrojo que giraba, la llave pegada
a la perilla y un hombre de dorso prominente abrió la puerta.
-
¿Henry Morton Stanley? –preguntó Henry Parker.
-
Sí –dijo el hombre y sintió cómo
un puño le sumía la nariz.
LXXXI.
Henry Morton se dio cuenta que no había logrado la
gloria que se propuso al llegar a América y recorrió moteles anónimos.
Le escribió cartas a Katie Gough-Roberts, una joven
mujer que había conocido en Denbigh, le contó sus planes, inventó negocios y
describió casas como si fueran propias con sólo conocer la fachada. Ella le
respondía. Él le propuso matrimonio. Ella aceptó y a los pocos meses se casó
con un arquitecto inglés. Él firmaba las cartas con un repetitivo, “con cariño,
John”. Ella no olía las cartas al recibirlas, sólo las acomodaba en el cajón
que su madre nunca revisaba.
En la última carta le contó de su viaje a África. Ella
pensó que los bastardos nunca tendrían suerte. Temió que fuera devorado por
leones, elefantes o animales mitológicos.
CXLI.
Mi nombre fue John. Mi nombre fue John Rowlands. Mi
nombre fue Mr. Rowlands. Mi nombre fue Mr. John Rowlands. Mi Nombre fue Robert
McCarthy. Mi nombre fue Frank Johnson. Mi nombre fue Roger McCalister. Mi
nombre fue Daniel Jordan. Mi nombre fue J. R. Rolling. Mi nombre fue Henry. Mi
nombre fue Henry John Rowlands. Mi nombre fue Morton. Mi nombre fue Henry
Morton Rowlands. Mi nombre fue Stanley. Mi nombre fue Henry Morton Stanley. Mi
nombre fue Henry Parker. Mi nombre fue Mr. Stanley. Mi nombre fue Mr. Henry
Morton Stanley. Mi nombre fue Sir Henry Morton Stanley. Mi nombre es Bula
Matari.
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