miércoles, 1 de mayo de 2013

Mi blog se volvió loco. Unificó entradas, eliminó textos, reacomodó párrafos y se tomó la libertad de hacer una combinación narrativa, visualmente poco estética pero interesante, al menos reestructuró la temporalidad de mis textos a su deseo. Logrando lo que en 1967, en el ensayo "Cibernética y fantasmas. Apuntes sobre la narrativa como proceso combinatorio", Italo Calvino propuso: el autor literario puede ser eliminado como sujeto y reducido a una serie de funciones que realizaría una máquina programada con un efecto combinatorio del lenguaje. Por ello, iré subiendo otra vez los textos y limpiándolo para que recupere sus funciones editoriales y no sólo de blog.

EL ETERNO GUIMARÃES (La búsqueda de la eternidad y el manejo del tiempo en "La tercera orilla del río " de João Guimarães Rosa)

David Núñez “Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo” J. Guimarães Rosa, “La tercera orilla del río” El hombre está conformado por tiempo aun sea un concepto más que un hecho, pues como diría san Agustín, "¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro" (Agustín: 193). ¿Ignoramos lo que somos o simplemente por serlo no nos lo preguntamos? Y es que cuestionarnos sobre el tiempo nos lleva a la indefensión, no saber lo que se es. ¿Cómo es el tiempo? Es incólume, nos rodea como el aire, inasible, no se desgasta a exhaladas ni se percibe con los sentidos, una esencia que raya en la ilusión. El tiempo lo es todo y nada; es un transitar y un detenerse; es ser y estar; es contable e infinito; humano y celestial; es tiempo. El humano está conformado por el tiempo, su dimensión más profunda, lo que refleja la literatura del siglo XX. Los escritores de la centuria pasada, como João Guimarães Rosa, trataron de apresar las esencias, por lo que rompen formalmente con el lenguaje y el uso de “voces”, la psique de los personajes, herederos de las transformaciones freudianas, y, en especial, con el tiempo, hijo de la teoría relativista de Einstein, demostrando que si el tiempo no es lineal como creíamos, las narraciones no tienen por qué serlo. Ello se ve en el relato “La tercera orilla del río”, incluido en Primeiras Escorias (1962), obra maestra que en seis páginas atrapa por la multiplicidad de discursos. Las directrices son inmensas , entre las que destaca la simbología temporal inscrita en el subtexto. La historia se desarrolla en las inmediaciones de un río, tal vez el Paraná , donde un padre decide abandonar a su familia y subirse a una canoa, no para navegar el afluente, sino para mantenerse estático, silencioso, mientras el mundo continúa su marcha; el único vínculo que mantiene es con su hijo… y el río. El río simboliza la relación cambiante del tiempo, su fluir constante como cualidad inmanente, por la célebre imagen filosófica de Heráclito con un río que se diluye, pierde las vértices de un cauce que nunca será igual. El curso externo cambia, fluye, en una línea donde el presente se convierte en pasado y el futuro nos alcanza de forma irreversible, o abigarrada pues “el tiempo ya no es un río o un círculo mítico, sino un espejo roto en mil pedazos o fragmentos microscópicos.” (Bourneuf: 155). Los protagonistas se inscriben en el tiempo mítico, la unión del tiempo sagrado y la duración profana, un modelo atemporal que propicia la actualización del acontecimiento Sagrado ocurrido en una época mítica. “Lo que caracteriza al tiempo mítico en este sentido es su condición de arquetipo, de patrón, de “metatiempo” (Marcos: 200), por lo que debemos de desentrañar la duración profana para encontrar el tiempo sagrado. El tiempo profano es el presente perpetuo, el mundo de los humanos, el de la naturaleza, un tiempo sin ruptura, monótono, donde todo permanece, visto como una línea recta sin un principio ni un final, como un río que transcurre. Es el tiempo contable, que puede ser controlado por relojes o, como marca Evans-Pichard, dividido en tiempo ecológico y tiempo estructural. El tiempo ecológico, usado por los primitivos, es la relación con el entorno, “De día y de noche, con el sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año” (363); el estructural refleja las relaciones y el proceso social: “mi hermana tuvo un niño, ella porfió que quería mostrarle al nieto (…) Mi hermana se mudó con el marido, lejos.” El tiempo estructural es contable pero difuso, en cambio el ecológico es cíclico, natural. En el relato no sólo los sucesos naturales y los personajes viven en la duración profana, lo fundamental es que el tiempo transcurre alrededor del que puede contar, el narrador, quien representa al tiempo. Tiempo visto como la progresión del instante que nos hace envejecer, como ese presente tan efímero que se difumina entre el recuerdo y la proyección de la conciencia, como dictaminaba san Agustín de Hipona. La tierra transcurre, por ello el padre abandona el tiempo, huye de la temporalidad y se sumerge en el río, en el tiempo, para privarse de él. “Nuestro padre no volvió. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más.” (361) Esta estaticidad conjuga el deseo humano de concretar el instante mortuorio para apresarlo, con un fin estético, o desestructurarlo para alcanzar la inmortalidad; como dice Santo Tomás de Aquino, “la mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre”. (Borges: Oral: 31) Y es que la inmortalidad se alcanza cuando se congela el tiempo. Lo que nos permite resistir el paso del tiempo, unir nuestra instantaneidad con la eternidad. El padre flota en la eternidad, la simultaneidad de los tiempos, ajena al cambio, al espacio y al movimiento; escindida del tiempo. El tiempo es el agua que avanza por el cauce, arrastra lo que encuentra y lo lleva al fin de la corriente, sin oponerle resistencia. Así como el río avanza, en momentos desbocados, el padre se mantiene estático, no avanza ni abandona la barca porque entraría en las aguas temporales, en las que hacen envejecer a su esposa, reproducirse a su hija, morir al hombre que le construyó la canoa. Él permanece pues “de lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los demás conocidos nuestros. Solamente quieto.” (360) Es la quietud que Parménides, y su estaticidad inmaculada, hubiese alabado. Por ello debe de detener el paso del tiempo, sumergirse en las aguas de río y detener el fluir acuoso, remando a contracorriente, permaneciendo inalterado en un punto, sin transitar hacia la desembocadura, por el tiempo hacia la muerte . Lo que conlleva invalidar los recuerdos, pasado, y los deseos en el porvenir, “la eternidad es pensada negativamente como lo que no implica tiempo, lo que no es temporal” (Ricoeur: 73). Sobrevive en la escisión de tiempos y de humanidad, sin vínculos con el mundo social: desaparece cuando van a visitarlo la mujer y la hija, no se le pueden acercar ni los soldados ni el cura, y cuando “pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desparecía por otro lado” (362). Sólo el narrador puede y debe acercársele, bajo el concepto de que sólo el tiempo puede acercarse a la eternidad, nutrirse de ella. La estaticidad temporal del padre se refleja en la permanencia en un espacio reducido, “en el fondo de la canoa, detenida en lo liso del río” (362); así como en el silencio “y jamás habló con persona alguna.” (363). El silencio es la detención absoluta, las palabras no fluyen, se nulifican cuando no existen pensamientos, ni vida, ni nada. Como asegura Clarice Lispector, “al principio el silencio parece aguardar una respuesta –cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio” (Lispector: 135) La sociedad desconoce el silencio: los ruidos infernales de las ciudades modernas, los aparatos eléctricos, las conversaciones humanas, los pensamientos ansiosos, los sueños desbocados y todo lo que incluya ruido. ¿Por qué huimos del silencio? En la quietud nos podemos encontrar con nosotros; es la búsqueda de eliminar la soledad porque una vez que se conoce el silencio: “Después nunca más se olvida.” (Lispector: 136). La quietud, la mudez del padre desesperan al hijo “(¿)Porqué entonces no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable” (364), y es que si, como asegura Platón en el Timeo, “el tiempo es una imagen móvil de la eternidad” (H.E.: 11), él tiene que desplazarse, ir y venir de forma constante, unir el tiempo sagrado, nutrirse del padre, con el profano, regresar a la vida social. Aunque al principio el hijo cree que él alimenta al padre, pronto se da cuenta que es lo opuesto, el tiempo mana de la eternidad. Por ello, “yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida.” (364). No puede huir, como aseguraron Plotonio y Boecio, “la Eternidad es totalitaria porque destruye toda posibilidad de destino o de voluntad individual” (Rodríguez Barrón: 176). El permanecerá a su lado hasta que, sin notarlo, mute en el padre, pues “algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre.” (363); es la distensión de la eternidad. Cuando nota la similitud es cuando el protagonista sabe que el tiempo va en su contra, que cada minuto no sólo lo acerca a la muerte sino es la muerte misma pues “esta vida era sólo desmoronarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo.” (363), el tiempo imprime nuestra condición de mortandad y por ende puede ser nuestro enemigo, como Ovidio afirma “el tiempo devora las cosas”. También sabe que su padre ha envejecido, no al ritmo de los demás, pero se cansará. “¿Y él? ¿Por qué? Debía de padecer aún más.” (363) Puede dejar de remar, surcar el río, despeñarse a la muerte. Si la eternidad se cancela el tiempo se desvanecerá pues el “presente eterno sólo es una noción puramente positiva gracias a su homonimia con el presente que pasa.” (Ricoeur: 73). Los humanos no pueden trastocar esta relación, al menos eso se creía, para trasponer la temporalidad humana y alcanzar la eternidad tenían que entrar en un plano divino -el tiempo es una dimensión y la eternidad una cualidad- de forma mortuoria. Hasta que Nietzsche trastoca esta idea con el “Eterno Retorno”. Toma su idea de “la cosmogonía de los estoicos, Zeus se alimenta del mundo: el universo es consumido cíclicamente por el fuego que lo engendró, y resurge de la aniquilación para repetir una idéntica historia” (Borges: H.E.: 81). Se desliga del cosmos y se centra en el individuo; por el impedimento terrenal de rearmar el rompecabezas temporal afirma la repetición de la vida ante el desarraigo de la imposibilidad de revivir los instantes consumidos; inscribe al hombre en una realidad mítica, en la repetición de un Origen personal. De esta forma, la eternidad uniría los tiempos agustinianos en el ser, pero no sólo en la conciencia sino en la conformación histórica y mítica del hombre. En “La tercera orilla del río”, la forma de mantener la eternidad es por la continuación, el legado. Cuando el padre decide refugiarse del tiempo, construye una barca “apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años” (360), el necesario para que su hijo lo supla, función que anticipa: “El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -‘Padre, ¿me lleva con usted en esa canoa suya? Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de regreso. Hice como que vine, pero volví” (361), volvió de formas repetidas a nutrirse y a conservarlo. Tal vez no haya continuado, exactamente, la vida del padre, pero aún así puede suplirlo, pues de acuerdo a Giles Deleuze y Pierre Klossowski, “lo que regresa es el tiempo mismo, el devenir, el cambio, y no ‘cada uno’ de los acontecimientos internos y externos” (Sagols: 76), por lo que el eterno retorno no implicaría la repetición determinista del pasado sino el fluir del tiempo, no en repetición idéntica sino en ciclos similares que permitan la unión de la triplicidad temporal en un instante perpetuo. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, a la voz. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -“Padre usted está viejo, ya cumplió lo suyo… Venga, ya no tiene necesidad… Venga, y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa…!” Y, así diciendo, mi corazón latió en el compás seguro. (365) Va a suplirlo. Ha esperado este momento por años, convertirse de tiempo mudable en eternidad. Lo único, según Nietzsche, que se necesita para poder cumplir el eterno retorno es voluntad, la voluntad de poder afirmar: “quiero repetir esta vida”, remar, de “día y de noche, con el sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año” (363) y para ello “¡Cuánto tendrías entonces que amar la vida y que amarte a ti mismo para no ‘desear otra cosa’, sino esta suprema y eterna confirmación. (Nietzsche apud Sagols: 68). El problema es que el hijo no ama la vida. Nunca la gozó, nunca se concretó como Ser, siempre fue el refuerzo del padre, la perpetua displicencia de la vida, por ello no quiere repetirlo pues, como aclara Mircea Eliade: “cuando se desacraliza, el Tiempo cíclico se hace terrorífico: se revela como un círculo que gira indefinidamente sobre sí mismo, repitiéndose hasta el infinito. “ (Eliade: 95) El hijo rehuye, el padre decide abandonar la eternidad y unirse al tiempo, “él había erguido el brazo y hecho un saludo –el primero, después de tanto años transcurridos” (365), logrando un fluir uniforme que lo relaciona con la idea aristotélica de que aunque el tiempo no es el movimiento, el tiempo no puede existir sin el movimiento. Y, mientras, el hijo huye, despavorido, hasta que se separa de la eternidad. No puede ser el eterno retorno del padre porque no previó quién lo sustituyera; no hay herencia lo que arrastra la imposibilidad de la eternidad, transitará por el mundo sin dejar una huella profunda, por eso se pregunta “¿soy hombre, después de este perjurio?” (366). Su respuesta es aterradora. “Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo.” (366). Sólo le queda esperar la muerte. Su padre se ha ido, nadie lo volvió a ver, la eternidad se ha separado del tiempo, la única forma de encontrarlo, de suplirlo es en el momento final, pide que “en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en un simple canoa, en esa agua, que no cesa” (366). La canoa será su ataúd; él no permanecerá; ha roto el vínculo con la eternidad y “definitivamente desacralizado, el Tiempo se presenta como una duración precaria y evanescente que conduce irremediablemente a la muere.” (Eliade: 100). Tendrá que navegar por los tiempos “río arriba, río abajo, río fuera, río adentro- el río” (366) en busca del padre eterno.

Demonios en cada falange

Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Jorge Luis Borges, El Aleph Siente el aliento de las fieras. Y sabe, con absoluta precisión, que lo más triste de la muerte es carecer de música. Francisco Hernández, Moneda de tres caras La lluvia caía rotunda. Julián caminó por el pasillo, seguro, con la mano escurriendo y el traje empapado. Con una mano sostenía las partituras, en la parte superior se podía leer la palabra “Caprichos”, con tipografía románica, y una línea roja atravesaba las notas deslavadas. La gente fijó la mirada en las manos del pianista, algunos contuvieron el aplauso, otros prefirieron desviar la mirada hacia las gotas que rebotaban sobre el techo en sonoro discurso. El director Ruiz Esparza se levantó de su silla y caminó hacia él, sin saber qué decir. Julián subió los tres escalones que lo separaban del escenario, la madera crujió a cada paso, y se acercó al taburete. Se sentó y concertó la mirada, fija, inerte, en las teclas del piano. Acomodó los dedos, sintió las pulsaciones que ascendían y esperó. Los dedos tamborileaban sobre el respaldo de la silla, caían sobre la superficie de madera provocando un sonido seco. Sería un susurro importuno si no fuera porque la repercusión creaba una armonía hueca. Los dedos se detuvieron, pero las vibraciones se esparcieron en rasguños, como si un gato escapara por el cielo raso. Observó su reloj, faltaban cinco minutos. Cruzó la pierna y comenzó a digitalizar sobre el pliegue de sus pantalones de mezclilla. Temía olvidar algún compás si no los repetía incansable hasta que los dedos recordaran o se atrofiaran. Cada falange, con las uñas perfectamente limadas, chocaba sobre las costuras azules. Esta vez sólo el acompañamiento. Julián sabía que su mano izquierda era rencorosa, no perdonaba que la diestra fuera triunfal. No sólo cuando se desplazaba entre teclas blancas y negras con soltura, sino en la vida cotidiana, cuando estrechaba la mano de una mujer hermosa, cuando sentía el poder de un motor con el cambio de velocidad, en el instante en que las vibraciones orgásmicas llegaban primero al cerebro por la mano firme y no por el convulso instinto solitario. Julián lo sabía. Faltaban cuatro minutos; se escuchaban murmullos en los salones. Julián estaba sentado, con camisa negra y pelo relamido, en el centro de un largo pasillo blanco, flanqueado por puertas de madera que, aun cerradas, dejaban escapar notas de pianos adoloridos. Inclinó la cabeza hacia la derecha para escuchar la pieza que tocaban en uno de los salones. Era el Concierto para piano no. 3 de Prokofiev. Deshiló las notas, era difícil englobar el sonido sin la orquesta discutiendo con el solista. Escuchó al estudiante aporrear las teclas, en el movimiento central, y rió ante el error evidente. Imbécil, pensó al escuchar el trino que desgarró las escalas. En los otros salones, las teclas caían profusas, las cuerdas levitaban, vibrantes, en pianos sellados. De pronto, una risa estridente lo desconcentró. Dos alumnas atravesaron el pasillo entre cuchicheos. Volteó de reojo a verles las piernas, su caminar pausado le permitía diseccionarlas. Percibió un segundo compás, lo asaltó la instantánea disonancia tonal; notó que el alumno no conocía la pieza. Julián sonrió, despreció a Prokofiev y la música contemporánea. Escuchó cómo abrían una gaveta y la cerraban con furia. Giró ante el ruido y vio a la secretaria, con vestido floreado y uñas postizas, que desplegaba una revista frente a él. Entrecerró los ojos y trató de leer los encabezados, actrices en desuso y silicón desproporcionado; aún faltaban tres minutos y la puerta del director continuaba cerrada. Observó sus dedos descansar sobre el pantalón y se recriminó. No debía recordar nombres ni estilos, su mente tenía que estar fija en cada nota de la Partita No. 1 en Si bemol mayor de Johann Sebastian Bach. Se deslizó por el preludio y recordó la primera vez que lo escuchó. Fue una tarde de primavera en casa de su abuela. Llegó de la escuela, su madre seguía en la oficina, y entró a la cocina persiguiendo el aroma de los chiles que se agrietaban en la estufa. De pronto, escuchó el primer compás. Las notas caían con lentitud y soltura. Vio cómo la flama azulina derretía el verde guindilla y lo poblaba de motes negros. Se hizo un silencio, marcado, que dio pie a la polifonía. Julián olvidó el aroma ácido y salió de la cocina, caminando lento, para no perder ninguna nota. Se acercó a la puerta de la sala y la abrió, esperando ver la silueta de su abuelo sobre el taburete, pero la tapa del piano cubría las teclas con la misma fiereza con que la capa de polvo tapizaba el cedro. Atravesó la sala. Caminó junto a los espejos cubiertos con sábanas. Con lentitud, temeroso de que algo interrumpiera la pieza, Julián se acercó a la tornamesa y observó con calma el disco de vinil que giraba, extendiendo un negro infinito perturbado sólo por la aguja. Su mirada se detuvo en el centro blanquecino, tratando de descifrar el letrero impreso. Las letras giraban veloces. Julián se mantuvo estático junto al aparato hasta que las últimas pinceladas sonoras abandonaron la sala. Detrás, su abuela lo observaba. Julián no supo cuánto tiempo pasó hasta que un par de lágrimas asomaron. La abuela se acercó enternecida y lo abrazó. –Era la pieza favorita de tu abuelo –le dijo, cobijándolo con sus brazos. Julián trató de liberarse para leer el recuadro del disco, pero la abuela lo sujetó aún más fuerte y rompió en llanto. El ruido metálico de una puerta que azotó contra la pared ultrajó el espacio. Julián levantó la mirada sobresaltado y observó a la secretaria. Se dio cuenta de que no lo atenderían a tiempo, que tendría que esperar en la incómoda butaca. La secretaria continuaba leyendo la revista. Julián enarcó las cejas pobladas y se alisó el pantalón. Caminó hasta el escritorio de caoba con las esquinas desportilladas, y clavó su mirada en la señora de lentes de armazón grueso y labios asustadizos hasta que lo volteó a ver. –¿Se tardará mucho? –preguntó Julián. –No creo, está en una llamada, pero en cuanto cuelgue lo atenderá –respondió. –Pero tenía una cita a las doce, le puede decir que ya estoy aquí –dijo, ansioso. La secretaria vio el reloj empotrado. Eran las doce y cinco minutos. –No tardará, por favor tome asiento. Julián regresó hasta su lugar y se sentó. Volvió a cruzar la pierna y acomodó los dedos para tocar la Guige, esa danza particularmente difícil por el cruce de las manos a gran velocidad. En segundo plano, se escuchaban risas y manoteos. Un teléfono comenzó a sonar. La secretaria contestó, lo volteo a ver de reojo y asintió. Julián se irguió, percibió un leve impulso en la espalda, pero se quedó firme, esperando escuchar su nombre. Sabía que la reunión sería breve. Algunos alumnos dudaban; él tardaría cinco minutos en explicar por qué había escogido la Partita y solicitaría una fecha para el examen final. Todos tratarían de pedir un plazo lejano; él podría ser el primero, llevaba tres años practicándola. –Puedes pasar Julián –le dijo la secretaria, sin notar que odiaba que lo tutearan. El estudiante abrió la puerta de la oficina y entró. Examinó las paredes cubiertas con pósters de conciertos y un par de libreros con tratados de música y archivos de contabilidad. El escritorio de madera estaba repleto de papeles apilados. En el centro, el director, con una calvicie pronunciada y un traje apolillado, le pidió que se sentara. Julián cruzó los brazos y permaneció de pie. Le pareció un gesto inútil si la plática sólo duraría un par de minutos. –Buenas tardes, sólo vengo a solicitar una fecha de examen. Tocaré la Partita No. 1 de... El director lo interrumpió y le señaló la silla. Julián plegó las piernas bajo el asiento y observó indiferente los ademanes del director. No lo escuchó, eran balbuceos sin sentido que se cortaron con una frase mortificante. –Este año, por decisión del consejo, la forma de evaluar cambiará –dijo Ruiz Esparza con voz pausada, cargada del tedio de repetirle el discurso a cada estudiante– Cada año, los alumnos escogen las piezas, pero ante las exigencias laborales, hemos decidido asignarles una obra que ejecutarán. –No entiendo –interrumpió Julián. El director notó su expresión desencajada. –Joven Laso, en poco tiempo usted dará conciertos y no podrá ensayar tanto –dijo el director, mientras hojeaba el cuaderno que tenía enfrente. Julián se movió inquieto sobre la silla, no escuchó la diatriba sobre competencias, pugnas laborales ni la reivindicación del nuevo sistema escolar. Sólo sintió cómo los dedos se le entumecían y las palmas le sudaban. El director abrió un cajón y sacó un sobre manila. –Julián Laso Escollado- afirmó al extenderle el sobre. Julián observó el pequeño jardín a través del ventanal, los árboles que cubrían la cafetería y las jardineras rodeadas por geranios. El director estiró el brazo y le acercó el sobre sin atraer su atención. –Julián, estas son las partituras que tendrás que tocar en un mes –le explicó el director con el sobre extendido frente a sus ojos. –¿En un mes? –preguntó, consternado. Julián pensó en los tres años dedicados a Bach, las noches que clarearon frente a su piano, las fiestas que olvidó por estar recreando la Partita, y comenzó a reír. El director lo observó y dejó caer el sobre en la mesa. Tomó su libreta, leyó en silencio y con una pluma roja subrayó la pieza asignada. –¡Excelente! Roberto Schumann, uno de mis compositores favoritos. Julián no abrió el sobre, se acomodó la camisa y se acercó desafiante al escritorio. –Creo que hay un error, señor. ¿Schumann? Es un compositor menor. Vengo a proponerle la Partita No. 1 de Bach y me dice que debo tocar a… ¿Schumann? El director observó al estudiante que agitaba las manos. Trató de tranquilizarlo, recordarle que era uno de los mejores estudiantes y que Schumann seria una prueba difícil, era un virtuoso, aseguró. Julián se puso de pie, ofendido. –Se equivoca. Entre los pianistas más importantes no está Schumann. Y cómo me voy a tranquilizar si llama virtuoso a un músico que fue opacado por su mujer. ¡Entienda! ¡Los virtuosos tocamos a Bach no a éstos!.. Julián había perdido el control. Aventó el sobre a la silla y apoyó las manos, amenazante, sobre el escritorio. –Señor Laso, le prohíbo que alce la voz. Es una decisión de consejo y tiene exactamente treinta días para preparar la pieza que le acabo de entregar o considérese suspendido. –¡Usted no entiende!, ¡es sólo un pinche burócrata! –exclamó Julián. El director se levantó contrariado y le indicó con un gesto que se retirara. Julián tomó el sobre, lo arrugó con furia y, al girarse, vio que la puerta estaba abierta. Por la celosía se asomaba la secretaria preocupada. Al salir de la oficina volteó hacia ella con desprecio. –Vieja chismosa –le espetó a la cara. La secretaria lo esquivó. Julián se detuvo frente al reloj empotrado en el muro y observó las manecillas girar lento. 12:30. Veinticinco minutos perdidos, pensó Julián y trató de entonar la Partita de Bach para tranquilizarse, pero sólo escuchaba palabras invasivas que caminaban por los pasillos. Sus dedos apretaban el sobre. Al fondo escuchaba a dos amigas que platicaban de un viaje a la playa y reían con cada confidencia. Julián se desmoronó. Caminó por el pasillo, atravesó los salones que permanecían en silencio y llegó a la explanada. Abrió la puerta de cristal que custodiaba la escuela. Como una ventisca lo envolvieron los cláxones, un martilleo hidráulico, gritos de niños que corrían por la acera… –¡Me caga Schumann! –gritó con toda la fuerza que resistieron sus pulmones. Julián llevaba dos horas observando el sobre cerrado encima de la mesa verde y baja de la sala, tratando de adivinar qué obra de Schumann tendría que tocar. Al fondo reposaba el piano de su abuelo, ese piano que sólo él volvió a tocar. No era el mejor instrumento, lo sabía, pero le permitía interpretar a Bach con soltura. Observaba el sobre, el cordón rojo que sujetaba la solapa, que le impedía conocer el contenido a menos que lo abriera y desplegara la ofensa. No lo hizo, eso significaría que aceptaba las reglas de la escuela. Subió la pierna sobre la mesa y observó, una a una, las teclas del piano, y de un golpe certero pateó el sobre. El sol se colaba entre los árboles. Iba a llover. Julián se levantó, atravesó la diminuta sala y escuchó el viejo refrigerador, que aún tras la puerta de la cocina murmuraba electricidad. Lo desconectó. Regresó y se sentó sobre el taburete. Acarició la tapa del piano, la levantó a la par que observaba la página 14 de la Partita no. 1, y empezó a tocar desde el compás que dejó inconcluso la noche anterior. Los dedos dudaban. Era más una despedida que un ensayo. Sabía que debía tocar a Schumann, debía cumplir la promesa que le hizo a su abuela. Su abuela descansaba en la cama. Durante los siguientes dos minutos la sala se llenaría de tosidos. Julián permanecía sentado frente al piano. Cada tarde tocaba las suites de Bach hasta que los dedos se entumían y su abuela se arrullaba. –Toca Bach, siempre Bach –le pedía desde la cama. De nuevo escuchó los carraspeos que se mezclaban con el quejido de los pájaros. Interrumpió el Gavotte de la Suite Inglesa. Uno, dos, tres sacudidas y presintió que el vaso no tenía agua. Se levantó y caminó hacia el cuarto. Abrió la puerta, en silencio se acercó al buró, tomó la jarra de vidrio y rellenó el vaso de plástico. La abuela bebió lento. Al fondo de la habitación permanecía el retrato de su abuelo, la estampa de la Virgen de Guadalupe y un jarrón de cobre con flores que meses atrás dejaron de exhalar. La abuela abandonó el vaso sobre la mesa y tironeó de los puños de la camisa grisácea de Julián para que se acercara. Julián se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano. –¿Qué pasa abuela? –dijo tranquilo. –Prométeme algo –le suplicó entre estertores. Julián cerró los ojos y negó, no quería que llegara ese momento, esa mezcla de despedida con la exigencia de un moribundo. –Serás el mejor, te aplaudirán en todo el mundo, pero antes quiero que seas un gran concertista, como tu abuelo siempre quiso. Termina la escuela. –dijo, suplicante. Julián asintió con calma. No le pidió que la enterrara en su pueblo ni que se disculpara con su madre… sólo un concierto estudiantil y estaría liberado de su pasado. –Por favor tócame esa que me gusta, la de Bach. Julián rellenó el vaso y salió del cuarto, emparejando la puerta para que las notas no se mezclaran con las convulsiones pulmonares. Se sentó sobre el piano y comenzó. Su abuela no escuchó las últimas notas. La lluvia caía sobre la ventana y Julián observaba las teclas que se oscurecían. La camisa remangada, los dedos en perfecta sintonía dieron paso al Allemande. Las progresiones armónicas opacaban la voz del director. Los dedos atravesaron la Courante, navegaron por La Sarabande y llegaron a los Minuet, olvidando el sobre que descansaba bajo la mesa, hasta llegar a la Guige, donde las falanges recorrían con perfección hasta llegar al momento cumbre, el que siempre se le complicó, mantener la figura rítmica del tresillo. La pieza terminó, Bach se difuminó por la habitación y Julián mantuvo los dedos apoyados sobre el piano. Inmutable jadeó, tenía que cumplir su promesa. Se levantó del taburete, caminó hacia la mesa, se agachó y estirando el brazo sujetó el sobre. Lo plantó frente a sí y, con una mueca irreverente, deshiló lento el cordón rojo hasta que la tapa se levantó, amenazante. Sacó los papeles y leyó, en voz baja, la tarjeta amarillenta que sobresalía: “Robert Schumann, Estudios sobre los Caprichos de Paganini” El brazo derecho latigueó, los papeles atravesaron la sala, impactándose contra la ventana. Julián suspiró, con la lengua seca y los ojos enrojecidos hasta que se derrumbó en el sillón y se quedó profundamente dormido. A la mañana siguiente las hojas seguían regadas sobre la alfombra. Las recogió en desorden y las acomodó dentro del sobre. Al salir hacia la escuela, escuchó las pisadas de los coches sobre el pavimento mojado. El sol aún se ocultaba entre las nubes. Julián colgó el impermeable que se derretía junto a la puerta y se sentó en el sofá con la carpeta en las manos, mientras recordaba la plática con los profesores, la carta dirigida al consejo, la discusión con el director y el no rotundo a cambiar la pieza. Abrió el sobre, ordenó las hojas pautadas y observó el encabezado: “Studen für das Pianoforte nach Caprice von Paganini bearbeitet, Opus 3, Komponiert 1832” y en letra cursiva, centrado, Robert Schumann. Despertó. Las teclas caían como cascada en el cuarto inclinado. El cuadro de San Juan Bautista bendecía abatido, los patos volaban en picada, y la mesa con el florero vacío flotaba en perpendicularidad. Se acomodó un mechón que le blandía la frente y se incorporó, limpiando la saliva que le rodeaba los labios. Era de noche. Se estiró y caminó hacia el piano, hasta que su pie chocó con el taburete. Sintió el latigazo adolorido que le recorrió la pierna, desde el dedo hasta la pantorrilla. Soltó un aullido y se inclinó, no sólo para acomodar la uña que se había levantado, sino para desquitarse con el piano. Levantó el tronco y respiró hondo. Tomó las partituras que descansaban sobre el atril y leyó “Partita No. 1 en Si bemol mayor”, en letras góticas. Observó las puntas carcomidas de papel envejecido y las guardó en el cajón donde doce años atrás las tomó. Al girar vio las partituras nuevas sobre la mesa, las acomodó y se sentó frente al teclado. Observó con detenimiento cada nota, las alteraciones, los compases… –¡Son estudios, carajo! -gritó frente al piano, arrugando la primera hoja y tirándola al suelo. En tercer semestre había analizado los estudios sobre Paganini de Liszt, compuestos veinte años después que los de Schumann, y los abandonó al poco tiempo, seguro de que eran meros artilugios para demostrar virtuosismo. Ocho años después se encontraba frente a otra partitura sin sentido melódico que consideraba un ejercicio para desentumir tendones y aprender a coordinar. Él, que tocaba a Bach nítido, se veía reducido a expediciones iniciáticas. Se acercó al cajón y tomó la Partita, empezó a analizarla, la cadencia era perfecta, por ello Arrau la había tocado de forma exhaustiva. Se levantó del piano y, exhausto, prendió la computadora. Necesitaba conocer el pasado de la obra de Schumann. Buscó incansable en Youtube. Tecleó en diferentes idiomas y Google le respondió páginas endebles. Leyó la biografía de los maestros que habían interpretado la tercera obra de Schumann y los despreció. En especial a Gregory Ginzburg, que terminó dando clases en el Conservatorio de Moscú. Ningún virtuoso perdería su tiempo con alumnos que no supieran valorar las obras, pensó. Debía aprobar con honores para no demostrar la frustración ante una pizarra. Nadie tocaba la obra de juventud de Schumann porque no tenía nada que ofrecer, pensó. Vagó por internet, encontró otras obras de los primeros años de Schumann, sin interesarle ni las Variaciones Abergg ni los Intermezzo. Continuó navegando por piezas, hasta que terminó frente a mujeres desnudas y videos pornográficos, permitiendo que otro día se consumiera. Se despertó tarde. Se acercó al refrigerador casi vacío y tomó un envase de leche. Le dio un sorbo largo que guardó bajo el paladar mientras corría al fregadero para escupir el líquido coagulado. Maldijo la vida, maldijo la primera vez que se sentó al piano, maldijo haber entrado al Conservatorio, maldijo haber conocido a Bach, maldijo a Schumann como Wieck lo había maldecido. Y en ese momento caminó lento hasta el piano y empezó a tocar. Los dedos convivieron por el teclado, cada uno con una calidad tonal diferente, en agitato. La duplicación de compases se sucedía con velocidad, las uñas deletreaban las piezas blancas, Julián repasaba con la mirada las anotaciones de la partitura, que le parecían incongruentes. No se sentía cómodo con ese estilo desenfadado. Él, acostumbrado al orden preciso de Bach, trastabillaba con cada cambio súbito en el ritmo, pasando del crecendo a un diminuendo insensato. Al día siguiente, intentó terminar el primer estudio. Le era imposible concretar el disímil transitar de las notas. Golpeó las teclas todo el día, hasta que, cuando llegó al sempre fortissimo, se levantó enérgico, corrió al baño, prendió la luz, levantó la tapa, sintió como el ácido gástrico le subía por la tráquea y desfilaba en gotas de saliva amarillentas fuera de su boca. Se limpió la comisura de los labios y se acercó al espejo. La palidez remarcaba las ojeras y recordó que llevaba diez horas practicando, sin comer, y estaba harto de contener el deseo de vomitar cada vez que escuchaba su endeble interpretación de Schumann. Días de sol oculto desfilaron ante el piano que gemía. Trató de memorizar las notas, pero sentía que el acomodo en el pentagrama se modificaba en las noches, por lo que prefirió dormir con las pautas en la mano, para evitar que los intervalos cambiaran. Maldijo a Schumann a la par que tarareaba intermitente la pieza que desconocía a través de la sala. Cuando encontraba el tono, desesperado se sentaba de nuevo al piano, temeroso de olvidar el registro. En el suelo se acumulaban restos de comida y calcetines sucios que despedían un olor agrio. La sala estaba llena de papeles pautados con anotaciones y una hilera de mantas que alternaba en uno de los veranos más fríos que recordara. Tomó una taza que estaba sobre el piano, encima del mantel de filigrana que siempre detestó, y sorbió un trago de café amargo. Olfateó la podredumbre de la casa. Tenía que seguir tocando. Su abuela lo observaba desde la fotografía, con el mismo gesto blando de la tarde en que le enseñó a tocar. Era muy chico para alcanzar los pedales. Vio el suéter gris del retrato, el pelo encanecido y recordó la promesa. Sólo quedaban quince días y aún no podía pasar del tercer Capricho. Afuera llovía lento, él observaba los gatos que se ocultaban debajo de las bancas del parque y pensó que sería grato tener compañía, aunque fuera un ser peludo. Desde hacía dos semanas no conversaba con nadie y desconectó el teléfono para que no lo interrumpieran, pero aún así sentía que no avanzaba, que la música se le escapaba. Leyó las partituras y percibió cómo las notas se fugaban en tarareos. El cielo clareaba y se colaba un haz por la ventana de la sala. A lo lejos se escuchaba el transcurrir de los coches. Se incorporó y adormilado caminó hacia el baño. Prendió la regadera y bajo el chorro de agua templado comenzó a tararear. Ya no eran los acordes paralelos que utilizaba Bach, sino la meticulosidad de los pasajes de Schumann que, entre la caída del agua sobre el pelo enjabonado, emergían a pinceladas. Salió de bañarse, se enfundó en una pijama limpia y caminó hacia el piano. Habían pasado veinte días desde que empezó a estudiar cada uno de los Caprichos por separado. Memorizó los cambios de ritmo, la unicidad contenida en la variación y después de lograr una claridad estética en los seis estudios se atrevió a interpretarlos juntos, uno detrás de otro. Al terminar, lamentó que fuera una transposición del violín de Paganini al piano. Sin embargo, notó que escondían un estilo que él podía desarrollar a la perfección. Escuchó la última tonada del sexto estudio, y corrió a su cuarto. Encontró el libro que había comprado sobre la vida del alemán y se dio cuenta de que las instrucciones sonoras no eran del compositor, sino de Clara y de Brahms. Desesperado regresó y reinterpretó los Caprichos, la técnica era impecable, pero no era el sonido que Schumann buscaba ese verano de 1832, sino el efecto que Johannes y la esposa habían transfigurado una vez que había muerto en el sanatorio de Endenich. Era imperdonable ese error. Julián sabía que lo que distinguía a un verdadero intérprete de un pianista de bar, no era que desentrañara la obra del creador hasta volverla suya, como quiso hacer Gould, sino reproducir hasta el matiz más tenue que transitó por la mente del compositor, o eso pensaba. Desesperado contó lo días, tenía una semana para reconstruir el trabajo de las últimas tres. Y supo que la respuesta no estaba solo en los acordes impresos en la partitura, por lo que corrió a la biblioteca del Conservatorio y empezó a leer las cartas de Schumann, los diarios, los tratados, todo lo que le permitiera ser Robert Schumann cuando tenía veintidós años y estaba componiendo el “Studen für das Pianoforte nach Caprice von Paganini bearbeitet, Opus 3”. Tenía una semana. Julián leyó toda la mañana, comió una hamburguesa que tenía tres días y avanzó veloz por la vida de Schumann hasta antes de enamorarse de Clara, antes de que Johannes Brahms naciera, antes de convertirse en compositor y aún luchaba por ser un virtuoso. Una gota resbaló por el grifo y cayó sobre la tarja metálica. Transcribió a mano cada pasaje esencial así cómo los elementos que los unían. En la página 37 del segundo volumen de los diarios, encontró una frase que lo tranquilizó: “El clave bien temperado de Bach es mi gramática… la mejor que existe. He analizado las fugas una por una, hasta en el menor detalle; son de inmenso valor y parecen fortalecerle a uno la fibra moral. Bach era un hombre de verdad, un hombre hecho y derecho; no hay medias tintas en él, nada mórbido. Lo compuso todo como para la eternidad”, le escribió Schumann a su madre en 1830, el mismo año en que conoció a Paganini en un recital y quedó maravillado por el virtuosismo del italiano. Julián sonrió, el director tenía razón, Schumann era un bachiano, como él. Continuó la lectura. “Me siento infeliz por tener una mano débil. Te puedo asegurar que está empeorando y empeorando. […] Pero apenas puedo tocar, y un dedo tropieza con los otros. Es terrible, me ha causado muchísimo dolor. Bueno, te tengo a ti (Clara) como mi mano derecha”, le escribió Robert Schumann a Clara, mientras Julián se masturbaba pensando en la hija del profesor Wieck. El 22 de mayo de 1832, seis días antes de mi regreso que mi esposo escribió en su diario que el tercer dedo parecía incorregible, recordó Clara. Tres días después, un estudiante de medicina que conocía, Robert Herzfeld, le recomendó que dejara reposar el dedo y que fueran más ligeras sus horas de práctica, aclaró Wieck ante sus nietos. Julián leyó sobre el rencor de Schumann, sobre la envidia a Clara, sobre los viajes de la niña Wieck mientras él permanecía encerrado, tratando de tocar las piezas que el profesor alemán les prohibía. Después de catorce horas de leer, sintió que sus ojos se derretían. Se levantó y caminó hacia el baño, sumergió la cara en el grifo de agua helada y se reanimó. No podía seguir leyendo, así que se acercó al piano, acomodó las partituras sobre el atril y comenzó a tocar desde el inicio, marcando el influjo de Bach en cada pisada. Escuchó el caer de las notas y blandió los dedos al ritmo sostenido de la armonía imitativa. De pronto, la placidez se resquebrajó. Recordó que las enseñanzas de Bach rompían con la idea armónica de Friedrick Wieck, el padre de Clara, el profesor de Robert, el inquisidor de pianistas. Bach postulaba que el uso de los dedos no era aleatorio, cada uno debía ser aprovechado por sus cualidades fisiológicas. Cada dedo cumplía una función armónica, pensó Julián mientras se concentraba en la caída lenta de la falange sobre la tecla. –¡Carajo Schumann! –gimió Julián, mientras pegaba el oído a la tapa del piano para sentir cada impacto sonoro. La noche se coló por la ventana. Julián despertó, asustado, los dedos flojos en el piano, la cara sumida en el atril. No debía dormir. Se preparó un café amargo y al regresar notó que sólo había dormitado unos minutos. Caminó por su departamento, el polvo se alojaba en los cuadros, la cama permanecía hueca, desatendida. Se recostó en el sillón y empezó a leer la tercera parte del diario, 13 de mayo de 1830: “Un nuevo periodo, nuevas resoluciones, practiqué Chopin por ocho horas…” Julián se levantó ansioso, se acercó al piano y comenzó a tocar los Caprichos, todos, continuos, sin detenerse al equivocarse, sólo sentir la fuerza de Paganini entre sus dedos. Tocó el andante. Detrás de él, el fregadero se derretía. Julián no lo soportaba. Se levantó y caminó veloz hacia la cocina para revisar que las llaves estuvieran bien cerradas. El sonido metálico seguía esparciéndose por la habitación. Abrió una caja de herramientas y tomó una llave inglesa. Se agachó bajo el fregadero y apretó las canillas. Guardó las herramientas, las escondió debajo del mueble de la cocina, y salió aliviado. Se sentó en el piano, retomó el andante y, justo cuando iniciaba el cuarto movimiento, el mismo sonido férrico retumbó en la sala. Los dedos se contuvieron, las cuerdas vibraron hasta apagarse, y se escuchó otra gota. Julián caminó lento hacia la cocina, abrió la puerta de madera que ocultaba la tubería y le soltó una metralla de patadas. En ese momento recordó la frase que Schumann escribió en su diario poco antes de componer los Caprichos: “Un artista debe siempre mantenerse en equilibrio con la vida exterior, de otra forma, se hundirá, al igual que yo”. Dejó de golpear los tubos de acero, observó otra gota deshilarse por el desagüe y caminó cabizbajo hasta el piano, agradeciendo el consejo involuntario. Se sentó en el taburete. Julián continuó tocando, revisando cada intersticio, hasta que el sol resplandeció sobre el retrato y marcó el momento de dormir. Observó el reloj, eran las diez de la mañana. Programó la alarma para despertarse en cuatro horas. Despertó antes de que la señal repiqueteara. Se levantó ansioso, corrió hasta el piano y empezó a tocar. Avanzó por el agitato, alargó el andante y contuvo el allegretto. Una risa grave lo hizo parar en seco. Giró sobre el taburete, manteniendo presión sobre el pedal pero no encontró el origen del estruendo. Siguió tocando el cuarto estudio, con pasión, contrastes marcados y un colorido espectral hasta que escuchó una voz como eco lejano. Contuvo los dedos en el paso ágil entre el legato y el stacatto. Mi favorito, escuchó Julián, que se detuvo y observó en derredor. Se levantó y extrañado abrió la puerta del departamento. Se dio cuenta que desde hacía veintiséis días no había salido de casa. No había nadie, así que regresó al piano para escuchar cómo Schumann forjaba el quinto estudio. Volvió a empezar. Desde el principio, pensó. ¡Carajo Roberto, desde el inicio!, gritó una voz dentro de su cráneo. Carajo Roberto, deja a Chopin, clamaba Wieck. Escúchalo Julián… ¡En crecendo! El pianista se recriminaba que la mano izquierda se mantuviera en una posición abotargada que desbalanceaba a la derecha. Con cada error comenzaba desde el inicio, con escalas que desafinaban el viejo piano del abuelo. Continuaba golpeando las teclas del piano, seguro de que no tendría suficiente tiempo para poder tocar como Schumann. Toca como Clara, la soltura de sus muñecas era un deleite; recuerdo la primera vez que la vi, tenía trece años. La abuela descansaba sobre el piano, el abuelo en un cementerio al lado de una carretera, su madre lo había olvidado. Sempre fortissimo. Los dedos corrían una carrera de obstáculos. La encontró desnuda con su mejor amigo, Julián lo golpeó hasta que ella se interpuso y defendió al amante. El vestido era hermoso, con encaje, eso fue poco antes que se fuera con su padre a dar conciertos por Europa, ¡cómo odiaba a mi bella Clara! Julián giró sobre su eje, la puerta continuaba cerrada. En crecendo, todo en crecendo, malditos arpegios inútiles, pensó. El acompañamiento comenzó a dominar en acordes compuestos, en crecendo sempre retinente. Cuando compuse esta obra, ya había creado los Papillons. Vamos por el segundo estudio, pensó Julián. Una semana después de que Clara regresara de su gira, decidí honrar a su padre con una fiesta, pero yo no podía tocar, en ese momento ella se ofreció como sustituto; fue un desastre, en ningún momento definió los rápidos cambios y no hubo contrastes con soltura. Las teclas negras se sacudían ante la estampida. Cambio de mano, si mantengo la izquierda rígida perderé dos tiempos, pensó Julián. El sol caía por la ventana, iluminando las paredes carcomidas por la humedad. Julián se inclinó y levantó un pedazo de pizza, lo observó y comenzó a masticarlo. El pepperoni rígido se rompía entre sus muelas pero el queso aún no se enmohecía. Sintió cómo la pimienta se contenía en la garganta. Buscó en los vasos regados por el suelo algo que tomar, todos estaban secos. Se levantó y caminó hasta la cocina, abrió la llave y sintió las gotas heladas que se deslizaban por su lengua. Observo el puente, siento los músculos contrayéndose por el frío y veo la mirada atónita de un pescador, esa fue la mañana en que brinqué, la mañana antes de que me llevaran al sanatorio, piensa Schumann. Julián, aturdido, retiró la boca del grifo, el agua corría por los mosaicos, inundando la cocina. Se plantó en el piano. Le quedaban tres días. Veintisiete partituras caían detrás del taburete de Julián, alfombrando la sala como un tabachín. Calla, Clara, ¿por qué dices eso?, escuchó Julián en Schumann. Olvidas el cojín que te regalo Goethe, con la insípida dedicatoria “para la artista consumada” y su nombre, estampado. Julián se recargó, la espalda se arqueaba exangüe. Era sólo para que estuviera más cómoda, clamó Clara Wieck. No digas tonterías, el viejo sólo quería que pusieras las nalgas sobre su nombre, si no las pusiste sobre su cuerpo, declamó Schumann. Se escuchó una bofetada. Seguramente están golpeando al niño que vive arriba, pensó Julián, sin dejar de tocar. El piano estaba exhausto. No encontraba el tono definitivo, el preciso, ¿lo escuchas?, no Julián, imprimes demasiada fuerza en la tercer falange. Julián tocaba, con el fin de escindir el pentacordo. No Julián, todas sostenidas, para crear el semitono más agudo, le recriminó el compositor. Julián se levantó, transitó adormecido por el departamento hasta caer al suelo y sintió la lengua de un gato que le surcaba la cara. Se despertó cuando la tarde se esfumaba. Vio un gato sentado sobre la mesa que lo observaba con suspicacia. Julián no entendía como había entrado, la puerta continuaba cerrada. Lo acarició y se levantó presuroso. Faltaban menos de veinte horas y aún no conseguía el sonido perfecto, el que Schumann escuchaba en las tardes frías de Zwickau. Un tiempo más rápido, pensó Julián, apresurando la marcha de los dedos sobre el teclado, recorriéndolo de babor a estribor con agilidad. No, así no, así enseñaba el viejo errante, así le exigía a la pobre Clara que acomodara los dedos, debo tocarlas como si fueran clítoris, como si fueran la espalda de un caballo. Julián desplegó las manos con soltura, reacomodó la tercera falange que debía puntuar con la mitad de fuerza sin perder los intervalos cromáticos. Perfecto. Una risa recorrió los espejos. Julián giró la mirada, frenético, escuchando el compás del quinto estudio. Sus ojos negros se posaron sobre la ventana. Las manos descendían automáticas por las teclas blancas. Al llegar al tercer bloque del quinto Capricho se levantó ofendido, le dolían los dedos y aún no entendía el orden interno de la obra. Las manos se paralizaron. Durante los cinco meses que Wieck se ausentó de Leipzig, utilicé un aparato inventado por Johann Bernard Logier, declaró Schumann. Fue el 7 de mayo de 1832 cuando me di cuenta que el funcionamiento del dedo había mejorado, escribió Robert. Tocaba de ocho a diez horas, leyó Julián en uno de los diarios. El sol destellaba. Debo dormir, pensó Julián caminando hacia la cocina. Abrió la alacena, sacó el bote de sal y puso un puñado en un tazón que rebosó con agua casi hirviente. El vaho ascendía por los antebrazos hasta llegar a sus pómulos tensos por el dolor. Debía dormir. Caminó hasta su cuarto y se recostó sobre la cama, apoyando la cabeza entre los dedos enrojecidos. Me desperté temprano; toqué hermoso, con delicadeza transité entre el ataque y la improvisación, escuchó Julián entre sueños germánicos. Se despertó sobresaltado, jaló una cobija y la abrazó aprensivamente. Quedaban menos de treinta y seis horas, pensó. Dio vueltas sobre la almohada. Los dedos aún le dolían. Se levantó y caminó hasta el piano, insomne. Empezó a tocar. El dolor le impedía contraer los dedos. Pensó quemarse los pulgares, borrar las huellas dactilares que supuraban agotamiento. Inténtalo; Wieck me impedía tocar en las tardes, era el tiempo de Clara, pero ver a Clara no era suficiente, tenía que rodearla con notas. Julián recorrió la casa, el radio de la vecina se entrometía en sus pensamientos. La ley me impedía cercarla con labios. Debo pensar como Schumann, debo sentir como Schumann, debo sentir a Paganini como lo sentía Schumann, pensó Julián frente a las partituras. El retrato de su abuela yacía bocabajo. Los espejos aún ocultaban la mirada opaca del pianista, las ojeras terribles. Conocía la pieza a la perfección, pero aún no conseguía ese sonido único. Debo seguir tocando, hasta que encuentre el tono preciso, pensó. La noche llegó. Esa es mi parte favorita, céntrate en el acorde, ahí, escucha el violín de Paganini, cómo desplaza el arco sobre la cuerda en el centro de un escenario cubierto por rosas lujuriosas que las mujeres le enviaban, evitaba destronar las otras cuerdas, siente el piano entre tus dedos, algunas mujeres se desnudaban cegadas por el ritmo, nunca escuchaste, lo llamaban el hijo del Diablo, por ello no lo enterraron en campo santo, el violín se entrometía, giró la cabeza en sintonía con la mano derecha que se escapaba del compás anterior para sumergirse en un tutto legado y oprimió las teclas con vértigo mientras las piernas caían sobre los pedales, inseguras de cuál era el tono preciso para esa pieza, no suponían que era sucesor del Diablo, era Lucifer mismo con un violín en las manos, mi padre me golpeaba hasta que tocara como un ángel, las mujeres se desnudaban para que las recorriera con pisadas firmes, no recuerdo ese concierto en Frankfurt, una mosca voló en círculos imperfectos, recuerdo perfecto ver a Paganini en el escenario, era un 11 de abril de 1830, esa noche soñé con jardines de azucenas, esa noche follé con una alemana, pensé en las cuerdas del violón, el arco las penetraba, yo sólo la observaba revolcarse, Robert, ¿cómo puedes escuchar eso?, mi padre se avergonzaría, tocas como Clara, como mujer, un zumbido constante se regodeaba con los contrastes súbitos que exaltaban la imaginación, como el cambio instantáneo de fortissimo a pianissimo acompañado por un cambio simultáneo en la armonía. Los ojos trastabillan entre los corchetes y las blancas, las manos no se detenían. Un maullido. Robert, siempre te amé, no tenías que demostrar nada. La alarma sonó. Julián continuaba repitiendo incansable los Estudios. Durante ocho horas los tocó treinta y dos veces. Volvió a empezar, recorrió el agitato, alargó el andante y se contuvo en el allegretto, con paso ágil atravesó el legato y el stacatto, caminó por el lento que desembocaba en el allegro assai hasta llegar al crecendo sempre retinente. En ese momento descubrió la única manera de tocarlos con perfección. El crecendo, debía ser tenue, pero no podía tocarlo con las manos de Julián Laso, sus dedos ansiosos le impedían reproducir a Robert Schumann. Se levantó, y caminó con paso firme hasta la cocina. Las voces se extinguieron en la sala y el gato maulló para que lo dejaran salir. Entró a la cocina. El refrigerador tosía como un anciano enfermo. No hay otra forma, pensó Julián. Abrió la gaveta superior, introdujo la mano y sintió el gélido contacto en la yema de sus dedos. Lo acomodó junto a una tabla de madera, y apresó con los dientes un trapo que despedía un olor rancio. “Tengo un dedo paralizado, fracturado en la mano derecha, y como consecuencia de lo que en sí mismo fue una lesión trivial, unida a mi propia negligencia, el deterioro se ha vuelto tan grave, que ahora casi no puedo usar la mano cuando toco.”, le explicó Robert Schumann a Theodor Töpken en 1833. No por eso dejé de tocar, aseguró Schumann. No por ello dejó de tocar, recordó Clara. Clara trasmuta falanges sobre el piano; Schumann la observa con ojos color aguardiente y compone demonios. Julián tarareó la partita No 1 en Si bemol mientras tomaba el cuchillo con la mano rencorosa. Separó los dedos con fuerza, y acercó el escalpelo, desafiante. La hoja cristalina reflejaba sus ojos frenéticos, la nariz perlada de sudor y labios que declamaban notas. Ninguno dudaba de que fuera el dedo medio el que no podía mover. Ninguno necesitó analizar el reporte médico que lo eximió de combatir en la guerra para determinar la condición paralítica del dedo, sólo Clara lo vio, sólo Schumann lo vio, sólo Wieck lo despreció. Estiró la membrana interdigital que se suspendía blanquecina entre el dedo cordial y el anular. El filo se acercó titubeante y se incrustó lentamente en la piel. Una punzada ardiente le atravesó el brazo y un par de lágrimas le rodearon la nariz aguileña, mientras una gota minúscula brotaba del canto afilado. Miró el techo. Levantó el cuchillo un par de milímetros y con un corte seco atravesó la epidermis. Los dedos nadaron entre la sangre que emanaba de la piel cercenada. De pronto, el cuchillo se detuvo en seco, un obstáculo le impedía continuar. Julián sabía que aún no era suficiente. Recordó el diagrama que detallaba la anatomía de la mano adolecida en el libro sobre Schumann. Sintió como su puño se aferraba al mango con ira y empujó con fuerza, como si no fuera su mano seccionada, y destrozó el nervio cubital. Un grito se escapó a través del paño y retumbó por la sala. Una risa se coló entre violines. El gato maulló asustado y brincó por la ventana al patio vecino. La mano se contrajo y el pulgar se irguió suplicante ante el músculo que se destejía. Julián observó su mano, contrahecha, y comprendió que faltaba poco, un último suplicio para alcanzar la perfección. Inclinó la hoja metálica y, con un certero movimiento, deshilvanó el tejido muscular que protegía el tendón. De pronto escuchó un sonido hueco, como si descorchara una botella de vino, y sonrió. Una masa caliente de palpitaciones agudas le remontaba el brazo. Abrió el grifo de agua fría y sumergió los dedos colgantes. Luego los enredó en un trapo. La lluvia se colaba por la ventana y al fondo se escuchó la alarma. Era hora. La música se desvaneció en notas invisibles; se quedó en silencio.