viernes, 24 de abril de 2015

La lectura digital como laberinto

Leer es desposeerse del espacio, abandonar el lugar que habitamos para poblar la página repleta de signos. Al leer transformamos nuestro espacio, o más bien la lectura es un espacio con sus características internas: desde la espacialidad que se narra en el texto hasta el acomodo del texto que en sí mismo es un espacio que se habita.
La página, para todos los que nos ofrendamos a los libros, es la conformación de un espacio sagrado, donde se concreta el rito de la lectura, y se crea un Centro, donde la comunicación puede ser directa con el otro, el que escribe y conmigo misma.
Como todo espacio, sagrado y profano, con el paso de los tiempos ha evolucionado. Al principio, los textos se inscribían en un espacio limitado y caótico, donde cada centímetro debía ser utilizado pues los materiales eran escasos y preciados, accesible para sólo unos cuantos. Después, para facilitar la lectura, no sólo el aprovechamiento del soporte imperecedero, se fue decorando la página con hermosas juegos visuales, letras capitales e ilustraciones que convertían el recorrido de la lectura en un tránsito semiótico y artístico, más allá de las palabras contenidas. Con la llegada de la imprenta, los actos simbólicos de la página se vincularon con la escritura y crearon familias tipográficas y reglas editoriales que favorecen la lectura. Determinando que si la tipografía es el habla metaforizada, los espacios en blanco que rodean el texto y el orden impreso sirven como descanso, como un silencio entre el ruido de las palabras, como en la música.
El silencio de la página, ese descanso, nos condiciona la lectura, como un delicado tránsito por un laberinto de palabras y de espacios en blanco que armonizan mi recorrido visual. Como narra Clarice Lispector en su relato breve “Silencio”: “el silencio ha sido la fuente de mis palabras. Y del silencio procede lo más valioso de todo: el propio silencio”. Así, gracias a los espacios en blanco, el juego de la tipografía y el acomodo de los signos visuales, el lector transita por el libro como por un laberinto, maravillándose por la construcción y girando en cada pasillo, descubriendo el camino que lo lleva hacia el centro de la narración.
Si la lectura es un acto mitificador, el espacio que recorre el lector, ya sea página o laberinto, se articula un doble juego donde se busca construir un espacio que iba a ser sagrado para convertirlo en propiedad del trasgresor. Por ello, como Levi Strauss articula, un laberinto es un mitema, donde la perspectiva mítica es alterada en sentido opuesto al mito. De la misma forma, la transición de la lectura es desposeerse del espacio, deshabitarlo, para habitar el espacio que construyó el artífice. 
El escritor es un arquitecto, un planificador de mundos y espacios que busca introducir a su lector en un mundo de paredes escritas y nuevos caminos que descubrir al transitar por las páginas. Es un creador de laberintos, como Dédalo lo fue en la antigua Grecia.
Cuenta la leyenda que el Rey de Minos, consciente de su invención extraordinaria, le pidió que construyera un laberinto gigantesco donde pudiera encerrar a su monstruo particular, el minotauro. Dédalo creó senderos con incontables pasillos donde cualquiera que entrara se extraviaría. Este laberinto fue la base de las estructuras perdidizas que han poblado occidente, desde los laberintos que anteceden los castillos europeos hasta los trazos de ángulos rectos impresos en una caja de cereal. De esa misma forma se construyen los textos impresos, como dice Umberto Eco en Obra abierta, el texto se construye como "...una obra de arte, forma completa y cerrada en su perfección de organismo perfectamente calibrado, es asimismo abierta, posibilidad de ser interpretada de mil modos diversos sin que su irreproducible singularidad resulte por ello alterada." El laberinto puede recorrerse por diferentes senderos pero un solo camino, pues en un momento u otro se llegará a un callejón sin salida o al centro, donde reposa el monstruo. Por ello, Dédalo es el arquitecto de la página impresa, con un laberinto cerrado, con una única entrada y salida, con paredes estrechas y caminos predeterminados.
Una vez que Dédalo contuvo al minotauro, sólo un hombre se aventuró a sus profundidades y salió ileso, Teseo, el guerrero que recorrió los caminos fijos y pudo abandonar el laberinto amarrado a sutil hilo que pendía de la otra arquitecta, Ariadna que construye un laberinto en mise en abyme ya que se construye conforme se avanza en él.
De la misma forma que los monstruos mutaron y se convirtieron en armas cada vez más temibles y poderosas, los humanos se dieron cuenta que los laberintos cuadrados no podían contener a sus enemigos, como los libros a sus historias, por ello construyeron laberintos circulares, con múltiples entradas y salidas, que llega al punto que Borges añoraba, como relata en El jardín de senderos que se bifurcan, “de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente.”.
Pero los laberintos circulares eran el primer paso. Ahora, con la revolución digital, la topografía de la página muta. En la página impresa, existía un acomodo determinante que servía como descanso y estaba compuesta por márgenes, espacios, silencios. En digital, las tipografías se ajustan a los navegadores, no al ojo del lector, y la página en sí misma busca ser expansiva, conducir al usuario entre diferentes caminos, algunos contradictorios, e impedir el descanso con hipervínculos. Si ya no hay silencios es porque las experiencias ya no son contemplativas sino vinculadas -con otros caminos de información en un discurso multitextual- y sin un diseño que sacralice el espacio, ni un juego visual que nos atrape.
Esta transformación del espacio es a su vez una reconformación creativa y de lectura no como un camino establecido sino un espacio en cambio constante, infinito. Sobre este principio se crearon los laberintos digitales con lo que la concepción del libro, de la lectura y del espacio mismo, mutó. No sólo porque la nueva biblioteca de Babel permite que borres, taches y sustituyas las palabras que no consideras apropiadas, que rehagas el texto que otro estipuló, sino porque en digital la multiplicidad de la escritura se da en la infinidad de lecturas posibles.
Esto es más que un producto de muchas manos, sino un laberinto con miles de caminos donde el lector defina los bloques para obtener su propio laberinto, óptimo. Pues el laberinto perfecto es aquél que cambia conforme el paseante transita por sus pasillos. Como el sendero de Ariadna o el digital que rompe con los laberintos estáticos, de piedra y monstruos, donde los valientes que lo penetraban podían recorrerlo, conocer sus senderos y encontrar una salida. En los laberintos donde todo cambia, como un río o jun desierto, los senderos son infinitos.
Borges cuenta en “Los dos reyes y los dos laberintos” que los laberintos perfectos son como el desierto, porque las edificaciones de arena mutan con el aire, o el mundo digital donde cada día aparecen y desparecen páginas entre un aumento acelerado de la información que transforma el mapa social, los anaqueles digitales y la forma en que nos acercamos a los textos.
Lo que se mantiene es la idea de que la biblioteca, en este caso la red, es un espacio sagrado, como lo llamaba Borges, por ser un espacio evocativo, como la memoria.

Recordar, que proviene del latín recordaris, significa volver a pasar por el corazón, también conlleva recorrer el cordón de nuevo, transitar por los puntos que nuestra Ariadna dejó en el camino y es importante comprender las transformaciones topográficas del texto para entender cómo y por qué, el usuario, que lleva el cordón en la mano, arma su propio camino.

Simular experiencias vs realidades

Fragmentar la realidad: la posibilidad de simular experiencias a partir de las nuevas tecnologías.

David Núñez

Conferencia impartida en el coloquio Pensamiento y tecnología, UNAM, febrero de 2015.

En el año 999, los occidentales se preguntaron cuáles serían los cambios que traerían el siguiente milenio, la mayoría temía porque las profecías y lecturas lineales de la Biblia se concretaran en un sonoro Juicio Final, o esperaban que se concretarían las ideas utópicas, todas tan simplistas que nuestra cotidianeidad era inimaginable.
Mil años más tarde, la gente vivió una psicosis menos profunda y nos preguntamos cuáles serían las transformaciones que traería el nuevo milenio. Estábamos seguros que no habría un apocalipsis. Quince años más tarde, hemos sobrepasado algunas de las expectativas más pintorescas. Si el siglo XX,  aún siendo la centuria más corta, tuvo grandes cambios y momentos sociales que lo marcan como el siglo vertiginoso: dos guerras mundiales, el viaje a la luna, la población se triplicó, se relativizó el tiempo, se clonó una oveja, el cambio climático, la concreción de la tecnología digital, la concepción de artes mediáticos como el cine y la televisión, por ejemplificar). Creíamos que el fin de la historia había llegado y nos planteamos utopías, es decir, después de ese año exhaustivo, lo siguiente sería continuar con un sendero similar o, esperábamos, un poco más tranquilo. Qué equivocados estábamos. Para los historiadores, el 11 de septiembre de 2001, se inauguró el siglo con el derrumbamiento de las torres que erigían el Centro Económico Mundial. Pero 1999 fue un año que determina el cambio de paradigma sociocultural del siguiente siglo.
Ese año se estrenarían dos películas, no olvidemos que el cine es el arte del siglo XX, que revelarían esta transformación. Dos películas que, más allá de su valor estético y artístico, delimitaban algo que en ese momento no podíamos entender; las dos películas definirían a mi generación: The Fight Club, de David Fincher y The Matrix, de los hermanos Wachowski.
Las dos películas comparten, además de un público, la idea de la simulación. En the Fight Club, se plantea la variación esquizofrénica, cuando el protagonista, que es el narrador en la novela de Chuck Palinuck y en la película recibe el nombre de Jack, crea un alter ego modélico: Tyler Durdeen. Tyler se define como un conspirador caótico de la época que se avecina y plantea la supremacía de la corporeidad sobre la enajenación. En ella, Tyler se erige como un héroe al sentido clásico del sacrificio en aras de una mejor civilización.
Occidente está estructurado sobre el concepto de la heroicidad. Mircea Eliade, en su libro Mito y realidad, afirma que la Historia propició la superación del mito, aunque el pensamiento mítico no ha sido abolido. Aunque habitamos un tiempo histórico, donde los protagonistas no son héroes ni dioses sino seres humanos, comunes, asequibles, siempre buscamos la idea del héroe para plantearnos retos superables y funciones imitables.
El concepto del héroe ha cambiado. Para ejemplificarlo, Jean Starobinski utiliza la tragedia “Ajax” de Sófocles, donde Ajax, furioso por no obtener la armadura de Aquiles como recompensa por su valor y entrega en el campo de batalla, planea la muerte de los aqueos en venganza, en particular la de Ulises, el ganador de la presea. Gracias a que Atenea simula la realidad de Ajax, en el célebre ataque de locura donde destaza a los carneros creyendo que son sus compañeros de guerra, Ulises evade la muerte y domina la guerra troyana. Starobiski plantea que detrás de esta elección, de premiar al estratega sobre el hombre fuerte, está el principio rector de la evolución política y cultural de las sociedades. Esta idea del héroe, como el guerrero que protagonizaba el combate singular, llegaría a su punto cumbre, en el siglo veinte, con la figura de los astronauta, como lo relata Tom Wolfe en The right stuff, lo que hay que tener.  
Es significativo que Tyler Durdeen nombre a su grupo de seguidores, space monkeys, pero lo importante es su transformación cómo héroe, al convertirse de el hombre violento que se enfrenta a golpes con desconocidos y aliados, al estratega que desea dinamitar la sociedad consumista y, en el ínter, crea frases lapidarias. Cuando la película apareció, todos queríamos ser Tyler. No sabíamos que lo que pronosticaba era el cierre de una época, heroica.
Video: Excena final de Fight Club
Cuando las torres se derrumbaron y todas las pantallas del mundo reprodujeron la caída, creíamos que era una simulación audiovisual, no un metraje real.
Video: Caída del WTC, 9/11
No sabíamos que detrás del edificio se derrumbaba un concepto simbólico de realidad.
Hoy, vivimos un cambio de paradigma, un giro cultural. Tal vez desde hace quinientos años no había uno similar. Sé que es una aseveración demasiado arriesgada. Hasta hace tres años yo creía que esta idea reflejaba únicamente la nece(si)dad que tenemos los humanos de pertenecer a una época memorable. No obstante, ahora creo que sí nos encontramos en una época de grandes cambios que es preciso analizar. Como por el espacio no podemos centrarnos en todas las transformaciones socioculturales que conllevan el arte digital, quedémonos con el statment que lanza Nief Yehya en El cuerpo transformado, sobre “la inevitable transición de una sociedad humana a una posthumana, así como los procesos que están convirtiendo al hombre en un ser articulado por la tecnología” (Yehya, 2001: 15).
Se clausura la etapa heroica y da pie a la época del mago, una mezcla entre el nigromante y el ilusionista. En parte pues, si creemos en el poder que brinda la tecnología y la importancia para la época actual, podemos partir de que el conformador de simulaciones comparte los atributos que Cristopher Marlowe brinda en su Fausto: "Mas el imperio de quien domina esto es tan vasto como la mente humana: un mago hábil es un semi Dios.'" (Marlowe : 49). Además, es un mago en el sentido de que puede convertir el artificio en una simulación que traspasa nuestra noción de la realidad, como lo hace Próspero.
El mago heroico, para mi generación fue Neo, el protagonista de The Matrix. Matrix es importante, más allá de los avances tecnológicos, mas no narrativos, de la película porque prioriza la simulación sobre la realidad. En la película, los hermanos Wachowski plantean que habitamos una realidad simulada por computadoras, que nos parece real, pero que simplemente son un reflejo antes los estímulos creados por seres maquinales superdotados.
Video: Escena de Matrix sobre la realidad (1:11)
Hace quince años, la película deslumbró por su idea fantástica. Hoy, con la ascensión del mundo digital, la relación del usuario con la simulación se transforma de una forma radical, pues lo lleva más allá de la imaginación y le da la oportunidad a un creador de manipular al usuario para que sustituya su consciencia de vivencialidad con experiencias simuladas.
Sé que la noción de las simulaciones a partir de los avances digitales no son una propuesta novedosa. Si en los años ochenta se empezaron a plantear mecanismos para conformar, con los dispositivos tecnológicos, los espacios necesarios para crear simulaciones de realidad; en los últimos diez años, lo que se ha transformado en los últimos años es su pertinencia, pues hoy, con los medios sociales y las aplicaciones digitales inmersivas, la gente está emparentando los dos mundos, el real y el virtual, en un palimpsesto mental.
Quisiera aclarar que abordo la idea de simulación en el sentido de una narración en el que un usuario habita una realidad o vive una experiencia, no en las estrategias tecnológicas para optimizar resultados.
Una simulación es la imitación de un modelo con tal precisión que el original y la duplicación se confundan o cumplan con las mismas leyes a observar, de tal forma que el observador no reconozca la diferencia entre el modelo original y la réplica. El crear simulaciones, no simulacros, ya sean de la realidad o de la experiencia, es fundamental pues concretaría una de las funciones máximas de las artes narrativas que es permitirle al usuario coexistir más de una vida, lo que va más allá de la ficción, donde el lector toma elementos del mundo de la ficción para implantarlos en su realidad y viceversa.
Por ello, crear simulaciones nos permitiría, a todos los humanos, habitar y concretar nuestros deseos, aún los más inalcanzables, haciéndole creer a nuestro cerebro que ello es real, tanto como en este momento nosotros dialogamos.
Ello nos haría libres, si creemos que la libertad se basa en la elección responsable entre posibilidades, nos permitiría concretar nuestros anhelos y perversiones sin afectaciones directas a terceros, transformándonos. Como declaró Ivan Sutherland, en The ultimate Display (1962) “Una pantalla conectada a una computadora digital nos da la oportunidad de familizarizarnos con conceptos no posibles en el mundo físico. Es visor para mirar hacia un mundo de maravillas matemático”
La importancia, y posibilidad, de generar simulaciones viene de la mano de los cambios socioculturales que conlleva el mundo digital. Nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos se está transformando, pero, ¿qué implicaciones –y de qué tipo- conlleva esta mutación? Si el desarrollo cultural y social continúa por el sendero actual, esta plataforma transformará dos elementos hermanados: se crearán nuevos esquemas narrativos y se reestructurará la senda vivencial. Las consecuencias serán múltiples y los modos de afectación, diversos. La transformación que conlleva las computadoras va más allá de programas, está deformando la forma en que percibimos la realidad.
En la correspondencia a Louis Collet, Gustave Flaubert declara que el tiempo se mide en lo que tarda en llegar su carta, en una idea poética que no sólo nos habla de la impaciencia de los amantes sino de una concepción temporal que nos parece lejana, nostálgica. En 150 años, el tiempo se ha resquebrajado y sólo nos lleva a preguntarnos, ¿cuánto tiempo tarda en llegar un whatsapp?
 Con lo digital, la multiplicidad temporal va más alla. En el siglo XXI, el tiempo no se detiene en un instante ni se relativiza sino que se crea una transformación tangencial al vincular, de forma simultánea, contextos y tiempos, más bien, la nueva temporalidad es un palimpsesto de realidades.
Sin embargo, antes de simular hay que comprender el modelo. Habitamos una realidad, todos coincidimos en ello, el problema es cuando queremos  aprehender una definición, pues ¿qué es la realidad? es una pregunta que va más allá de obviedades. Su definición nos traspasa, nos es imposible definirla como un ente, y recurrimos a analogías o disimilitudes para aprehenderla. Tanto, que la Real Academia la define de una forma ambigua en sí, aclarando que es “lo que ocurre verdaderamente” o “la existencia real y efectiva de algo”, “en contraposición con los fantástico o ilusorio”. En cambio, cuando define la realidad virtual no tiene problema en aseverar que es la “representación de escenas o imágenes de objetos producida por un sistema informático, que da la sensación de su existencia real” (RAE: ). Como nos es incómodo, podríamos argüir, como San Agustín aseveraba del tiempo: “Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro".
Como no podemos comprender a la realidad por su significado, vayamos a sus partes. Una de sus características, o al menos todos coincidiremos, es que es objetiva, es la concepción de la materialidad, de los objetos, no de los sujetos pues la realidad no es lo que uno percibe. No es característica de los objetos que sean fríos o rugosos, tampoco que sean olfativos o sonoros, pues la realidad no es aquello que percibimos con los sentidos.
Por ello, creo que una de las mejores definiciones la implantó Phillip K. Dick: “La realidad es lo que no se esfuma cuando dejas de creer en ello”.
Bajo este principio, la realidad podría ser replicable. Se ha intentado por miles de años.  Las artes narrativas lineales, como la novela o el cine, han buscado replicarla, para crear en el lector la idea esencial de que dejamos de habitar la realidad tangible para pertenecer a una ensoñación. Como determina Salvador Elizondo en El hipogeo secreto “Quizá fuera más fácil escribir un libro sencillo, un libro que simplemente describiera la vida de los hombres y la vida de las mujeres, como todos los libros que a lo largo de los siglos han sido escritos al margen de toda embriaguez o de toda ensoñación; es decir: cuyos argumentos se inscriben cuidadosamente dentro de los límites de esa falacia suprema que es la realidad.”
El problema es que cuando leemos, aunque nos sumergimos en un mundo alterno, somos conscientes de que nuestra realidad no es transformada, ni siquiera es afectada en menor medida. Creo que ninguno de nosotros, todos asiduos lectores, creemos en la idea quijotesca de que la ficción y el mundo tangible se mezclan; somos conscientes de que nuestra realidad no está siendo duplicada por otra, simulada, sino que hay una realidad alterna, con los mismos principios físicos y socioculturales, donde seres muy parecidos a nosotros resuelven conflictos tan humanos que nos permiten empatizar. Se concreta la inmersión, pero no la simulación pues como aclara Maurice Blanchot en El espacio literario, al leer “alguien está fascinado, puede decirse que no percibe ningún objeto real, ninguna figura real, porque lo que ve no pertenece al mundo de la realidad sino al medio indeterminado de la fascinación.” (Blanchot: 26)
Lo mismo ocurre con los videojuegos, hasta ahora, donde las gráficas de una alta inmersión y la reacción del personaje ante las decisiones del usuario, llevan a una inmersión mayor, una realidad alterna, definida por dos reglas que son similares a nuestra realidad, la objetividad del entorno y la subjetividad de los actores. Los espacios son preestablecidos, las metas son inequívocas y, por último, una reacción preestablecida que varía conforman a las “decisiones” que ejecuta el usuario, de la misma forma que varían las reacciones de los demás personajes, que te rodean. A pesar, los asiduos participantes de juegos son conscientes de que el espacio del juego es simulado, que su realidad permanece inalterable. Sin importar si utilizan mecanismos inmersivos como el Oculus rift o historias cada vez más interactivas.
Un caso ejemplar de la búsqueda de duplicación entre vida real y virtual es Second Life, programa que fue lanzado en 2003, donde la gente podía simular su vida a través de un avatar y realizar actividades que van desde chatear o ir de compras hasta pilotear un avión o tener relaciones sexuales con otros avatares. En menos de cinco años, los 38 mil “residentes” de Second Life, en su conjunto, habían pasado más de 8 millones de horas, 945 años, en este mundo alterno. En el siguiente año, el número de residentes aumentó en un 232%. Hoy, tiene más de un millón de usuarios permanentes, regulares.
 Pero aún no es suficiente, el fin es ir más allá de la colaboración social o la realidad virtual, esos discursos visuales que buscan interactividad e inmersión sin lograr la suspensión de la incredulidad. Los mecanismos actuales no han logrado ni buscan deformar el principio filosófico de que la realidad es un constructo.
El elemento primigenio, al simular la realidad, es por principio que todos los elementos, que están más allá de nosotros, nos parecieran tan reales como esta realidad, que no podemos definir pero sí habitar. Se crearía una superposición de realidades. La forma para lograrlo es, como Borges en “La memoria de Shakespeare”, “asegura que el cerebro del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubre la escritura anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya sido, si le dan el estímulo suficiente.” (Borges, 1993: 304) Es la idea del palimpsesto sobre la que se erige la  teoría de la simulación, en general.
Para ello, las computadoras podrían ser las herramientas que generarán simulaciones mucho más certeras, aunado a los mecanismos narrativos y digitales con los que disponemos en el siglo XXI. Es necesario el mundo digital para lograrlo, lo que la literatura y el cine, en sus formatos actuales jamás concebirán. Y existe una generación en desarrollo que ve como un cambio orgánico la forma en la que el mundo digital ha transformado nuestra idea de realidad, aún más de lo que nosotros estamos dispuestos a asumir.
Como hasta ahora la realidad no ha podido ser replicada, algunos teóricos y exponentes narrativos han asegurado que es más factible habitar en sí una realidad ya simulada.
A partir de la película de los hermanos Wachoski, Nick Bostrom, en 2002, desarrolló su ensayo Are you living in a computer simulation, donde explica en qué sentido vivimos, o la posibilidad de que nuestra realidad sea en parte simulada. Una de sus tres estrategias es aclarar que una civilización futura tendría la capacidad computacional para crear, y habitar, simulaciones de su pasado, nosotros.
Suena ridículo, aunque, si analizamos los avances que han tenido las computadoras en los últimos cuarenta años y la celeridad con la que ello aumentará, como aclara la ley Moore, no es una teoría descabellada ni lejana.
Para recrear esta realidad, sólo la habitable, sin los abismos del universo ni las regiones ocultad de la tierra, en un presente constante donde el pasado actúa como intertexto inmerso en los anales y que pueda simular la conciencia personal de un humano de que habita esa realidad, interactúa de forma superficial con otros entes y tiene una libertad de acción intrínseca, se necesitarían alrededor de 1036 operaciones por segundo. La primera supercomputadora, la CDC 6600, construida en 1964, alcanzó 106, actualmente se trabaja en una supercomputadora que logre un exaflop, es decir 1018. En cincuenta años, se triplicó la capacidad de una computadora, sin recurrir a bits cuánticos ni redes transplanetarias, factibles y cada vez más cercanas. La postura de Bostrom la retomó el cosmólogo Brian Green, uno de los científicos más respetados en la actualidad, en su libro La realidad oculta, como una posibilidad matemáticamente demostrable, científica.
Ahora, no se necesita simular toda la realidad, sólo la que impacta a los usuarios principales, pues una de las cosas que plantea Bostrom es, ¿cómo estás seguro de que los seres que te rodean, que transitan por tu vida, lejanos y silenciosos, tienen conciencia? o que la realidad que no percibimos, en un remedo con George Berkeley, realmente existe. ¿Alguno de ustedes ha estado en Bali FOTOS, no hablemos de la luna?¿Cómo sabemos que estas imágenes son reales? No hablemos de imágenes astronómicas, de constelaciones y galaxias que son más cercanos a una ilustración que un retrato científico de nuestra concepción del espacio.
            Sin embargo, en este momento, o es imposible recrear la realidad, en lo que creo, o es un hecho que habitamos una realidad simulada, idea que no difiere mucho de la concepción religiosa de que la divinidad creó un mundo y lo percibe en simultaneidad, como un aleph temporal.
Si se crearan en una simulación, nuestros descendientes posthumanos podrían habitar diferentes escenarios y desenvolverse durante un tiempo como uno de nosotros, como lo estipula la película The 13 floor, también de 1999.
Ahora, simular una realidad va más allá. Como aclara Jean Baudrillard en Cultura y simulacro, “la imposibilidad de escenificar la ilusión, es del mismo tipo que la imposibilidad de rescatar un nivel absoluto de realidad. La ilusión ya no es posible porque la realidad tampoco lo es” (Baudrillard: 47).
Mi postura es que, hasta este momento, las simulaciones de realidad son infructuosas pues los usuarios nunca rompen el principio de la suspensión de la incredulidad. Todos, sin contar los desvaríos neurológicos, creemos que habitamos una realidad y que la ficcionalización de esa realidad, es una ficción inmersiva, no una sustitución. Aunque los mecanismos digitales cada vez se acercan más a lo que consideramos la realidad.  Si partimos de que así se verán los videojuegos en uno o dos años, gracias al programa Unreal engine, tal vez nuestra percepción de la realidad es menos real de lo que creemos.            
En el sueño ocurre algo similar, nuestro cerebro simula una realidad y la experiencia, pues la amígdala provoca emociones, como el miedo o la excitación, lo que produce “impresiones sensoriales aparentes”, como las nombra el Dr. Allan Hobson de la Facultad de Medicina de Harvard, al generar sensaciones falsas que se generan en nuestro interior, escuchamos, vemos y sentimos, aunque nuestro cuerpo esté apartado. Ello, aunado a los lineamientos narrativos del sueño que desafían la lógica, involucran la sensación de realidad y de presencia en totalidad, más cercano a la simulación de la experiencia, pero con un proceso de inmersión total, como se busca en la simulación de la realidad.
Ahora, si nosotros logramos simular realidades, que dieran pie a esa gran simulación histórica, podríamos recrear mundos en un mise en abyme perfecto, donde en algún momento no seríamos plenamente conscientes de cuál es la realidad real y cuál la duplicada. Para ello nos podemos plantear, ¿si la realidad es virtual, porque la virtualidad no puede ser real?
Otro punto que plantean Bostrom y Green, es, sí existe una civilización futura que puede simular cualquier circunstancia o realidad, porqué habrían de recrear esta, tan imperfecta, o tal vez ocurra como aclara Borges en “Del rigor en la ciencia”:
[…] los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos.

Sobre ello, llegamos al segundo punto, fundamental, si la realidad es “lo que no se esfuma cuando dejas de creer en ello”, lo que nos importa es lo que habitamos, la percepción de ella, nuestra experiencia.
La experiencia es la vinculación con la realidad a partir de la observación y participación. Esta vinculación se genera por medio de nuestros sentidos, de la forma en la que nos vinculamos con el entorno y nuestras preconcepciones.
El problema es que no podemos confiar en nuestros sentidos en su totalidad. Como Rene Descartes dice en sus “Meditaciones metafísicas”: “Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez.”
Si pueden, cierren los ojos, durante un segundo, y contengamos el sentido que nos permite, o eso creemos, reconocer la realidad.
Si la realidad es lo que nos rodea, nosotros estaríamos, en este momento, en una calle transitada, con cientos de coches a nuestro alrededor, o detrás de nosotros, por lo que, su cerebro, al tener los ojos cerrados, debería de liberar adrenalina en cantidades suficientes para que no nos atropellen. Se darán cuenta que nuestros sentidos son manipulables. Si desconfiamos de nuestro sentido de la audición, entonces, no podemos confiar en que conocemos la realidad.
La experiencia ha sido vista como lo que recaudamos a través de las ideas o de los sentidos; en cualquiera de los dos formas hablamos de la configuración de la realidad como un ente percibido a través de la mente. Y la mente puede ser manipulada con estrategias narrativas y por sí misma. El fin es entender estas transformaciones de la mente para poder recrear simulaciones de experiencia en el usuario.
Desde el punto de vista de la hermenéutica filosófica (Gadamer), solamente son posibles las experiencias si se tienen expectativas, por eso una persona de experiencia no es la que ha acumulado más vivencias (Erlebnis), sino la que está capacitada para permitírsela (Wikipedia: experiencia)
Como aclara el psicólogo Daniel Kanhemann, premio nobel de economía, estamos escindidos en un ente que experimenta la vida y otro que la recuerda, que se van alternando aunque, como aclara en la conferencia “el enigma de la experiencia frente a la memoria”, “En realidad no elegimos entre experiencias, elegimos entre los recuerdos de la experiencia. E incluso cuando pensamos en el futuro, no pensamos normalmente en nuestro futuro en cuanto a experiencias. Pensamos en nuestro futuro en cuanto a recuerdos previstos.” Es fundamental esto, pues lo que se debe simular en el usuario no es la experiencia en sí, sino conformar un recuerdo de una experiencia ficticia. Esto es, no sólo posible, sino cotidiano. La Dra. Elizabeth Loftus, especialista en la adquisición de recuerdos falsos, especifica que todos nos narramos acontecimientos que tal vez no ocurrieron (ejercicio recuerdo falso y perspectiva al recordar). Así que la herramienta principal de la simulación de experiencia, es la de generar juna experiencia que se convierta en un recuerdo simulado en el usuario.
Ahora, ¿qué se necesita para generar una experiencia? Vincular el mundo ficticio con el real y darle al usuario la capacidad de elegir. A los puntos intermedios él les genera sentido. Pongamos por ejemplo, la experiencia digital del vínculo amoroso a través de internet. Ya sea el vínculo con una máquina, como en la película Her () hasta la vinculación entre personas con una aplicación digital de por medio. El año antepasado salió una de las aplicaciones más famosas en la actualidad, Tinder, y en menos de un año consiguió 450 millones de rechazos y vínculos emocionales entre los usuarios, al día. Ahora, la gente se enamora por esos medios, sin tener contacto físico, sólo por palabras que el cerebro decodifica por propia voz, en un juego narcisista interesante, y con un tiempo de respuesta no espontáneo, siguiendo el consejo de Ovidio, “persuádete de que estás enamorado y serás un amante elocuente”. El amor es complejo, pues conlleva emociones, el sexo no, es una experiencia.
El sexo es la simulación más exitosa de la década. Si utilizamos el ejemplo más sencillo, burdo, que hay, la pornografía, podemos entender el deseo de simular experiencias en la red. El sexo virtual es seguro, en época del SIDA, no es necesaria la vinculación emocional y es directo, el placer por el placer, nada más. Ello ha generado que el 40% de la red, es decir un millón 400 mil páginas, sean pornográficas y transiten por diferentes niveles de interacción, desde videochats eróticos hasta utilizar juegos mecánicos onanistas con visores en gráficos de 3D, para cumplir lo que Baudrillard dictaminaba “Simulación desencantada: el porno, más verdadero que lo verdadero, tal es el colmo del simulacro”

Para simular una experiencia, no sólo son necesarias las estrategias narrativas y digitales, sino psicológicas y físicas que permitan vincular realidades. Que el usuario convierta su experiencia de realidad en una simulación y la simulación la empate con la realidad, hasta romper la línea cada vez más endeble que separa la ficción de la realidad, pues como aclara Jorge Luis Borges en “Magias parciales del Quijote”: “¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros sus lectores o espectadores podemos ser ficticios.” O, las experiencias simuladas, no sólo son reales, sino que se convierten en recuerdo.

En el momento en que la inteligencia artificial nos permita crear simulaciones de una forma no sólo orgánica sino instantánea, la función de las simulaciones como generadoras de una experiencia, o de una vida alterna, las funciones narrativas llegarán a ser tan importantes como las vitales. Por el momento, tenemos que ajustarnos a los elementos actuales, comunes, para crear una estrategia que nos permita simular de la forma más verosímil posible y buscar que con las implementaciones tecnológicas actuales se generen nuevas ideas estéticas. En la actualidad, el soporte hipertextual permite conformar esta una nueva disciplina narrativa que una diversas ramas artísticas y elementos multimedia –videos, audio, textos literarios e informativos, imágenes e hipervínculos a otras plataformas como videojuegos, chats, redes sociales, uso de micrófono, cámara, giroscopio, gps, elementos que interactúen con la pantalla táctil y vínculos metatextuales, entre otros- en torno de una narración que genere una experiencia en el usuario y mute en recuerdo.
Con la aparición de nuevas ideas tecnológicas, como los google glass o herramientas inmersivas, la posibilidad de vincular realidades será cada día más sencillo y fructífero. Aprovechándolas, desde la noción narrativa, nos permitirá generar experiencias en el usuario que en su vida cotidiana jamás podría realizar, como tener la impresión de que viajaron al espacio o, como lo está probando la Facultad de Psicología de la UNAM, eliminar fobias.
J. G. Ballard en el prólogo a su novela Crash declaró: “"Siento que el balance entre ficción y realidad ha cambiado significativamente en la última década. Rápidamente sus roles se han invertido. […] Vivimos dentro de una novela. Cada vez es menos necesario que el hombre invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad.”.
Nos conocemos a través del lenguaje, por ello el hombre y su entorno es un producto léxico, un acercamiento metafórico con la realidad, una resignificación del mundo y de su dimensión temporal (el pasado sólo puede reconstruirse por la imaginación, el presente se entiende al resignificarlo y el futuro es una proyección léxica), así como la ampliación de nuestro horizonte, empobrecido por la cotidianeidad. Como aclaró Paul Ricoeur “lo que se comunica, en última instancia, es, más allá del sentido de la obra, el mundo que proyecta y que constituye su horizonte.” (148).
En la vida, la obra se proyecta, se construye en reflejo sobre una caverna, como en la alegoría platónica, con sombras en forma de signos y glosarios. Cada vez que desciframos una narración, en el formato que sea, captamos lo que nuestra mente busca interpretar, de una forma abierta, como aclara Umberto Eco; el lector sólo es intérprete de una obra en el sentido que altera los elementos que el autor plantea, con sus preconcepciones, y visualiza las palabras en un sentido único e irrepetible, aunque ello no lo convierte en co-creador pues no transforma la esencia inalterable del texto. Ni tampoco su interacción con la realidad, sólo su concepción de la misma.
Aún con estos elementos, la forma de simular la realidad, hasta ahora, ha sido a partir de narraciones. “La lectura, decía Ezra Pound, es un arte de la réplica. A veces los lectores viven en un mundo paralelo y a veces imaginan que ese mundo entra en la realidad” (Piglia, : 12) Ese proceso es el principio básico de la simulación como se ha entendido, hasta ahora.
Además, encontrar las claves y mecanismos para crear simulaciones de experiencia, a partir de las funciones cognitivas y no la materialidad tecnológica permitiría a la gente crear sus propias simulaciones, compartirlas en una red de experiencias que transformaría nuestra noción de la vivencia como una situación única, ello generaría una red empática y tal vez contribuiría a una transformación de la nuestra noción de lo vivible y lo experimentable.
A diferencia de lo que declara Robert Nozik, la finalidad de este tipo de simulaciones no son para sustituir la realidad sino para aumentar la sensación vital de la experiencia. En una simulación puede ocurrir todo, hasta lo físicamente imposible, y el usuario puede ser quien desee.
Luis Buñuel determinaba que el cine del futuro era el que se proyectaba de la mente a la pared no de la pantalla hacia el cerebro.


jueves, 23 de abril de 2015

Bastardo (adventure text)

Bastardo




BASTARDO
// ROWLANDS





David Núñez







Todas las cosas que se decían sobre él estaban siempre en contradicción entre ellas mismas, de manera que era imposible saber cuáles eran ciertas y cuáles falsas y cuánto había en las ciertas de exageración y fantasía. Era uno de esos hombres incapaces de diferenciar la realidad de la ficción. […]
¿Quién había sido en verdad este campeón del Imperio británico y las ambiciones de Leopoldo II? Roger estaba seguro de que el misterio no se develaría nunca y que su vida seguiría siempre oculta detrás de una telaraña de invenciones. ¿Cuál era su verdadero nombre? El de Henry Morton Stanley lo había tomado del comerciante de New Orleans que, en años oscuros de su juventud, fue generoso con él y acaso lo adoptó. Se decía que su nombre real era John Rowlands, pero a nadie le constaba. Como tampoco que hubiera nacido en gales […]

Mario Vargas Llosa, El sueño del celta


Pudiera ser, también, que Henry Morton Stanley no haya existido jamás, salvo en las enciclopedias y en discursos ebrios de progreso.

José Ovejero, Biografía del explorador


                                        El personaje es su nombre, tenerlo o no implica dejar de ser.
Luis Arturo Ramos, Melomanías


I.

El hombre presintió el peso del látigo sobre su piel. Los músculos se tensaron, soportó su peso contenido y se esforzó por liberarse. Aunque lloviznaba, sentía la garganta seca, la lengua paladeaba saliva y esperó que el chicote no continuara restallando.
-      ¿En qué dirección está el lago Nyanza? –gritó Henry Morton Stanley- tradúcelo.
El intérprete, rasgos de ébano y lengua bífida, habló en burundi.
El negro vociferó.
-      Dice que es tierra de dioses–repitió el traductor- que ustedes no pueden acercarse.
Stanley reía; ante el silencio, autorizó.
El africano sintió el peso de la cuerda sobre su piel, los azotes se crisparon hasta lastimar la epidermis y los gestos se endurecieron en un lastimero aullido.
-      Dile que lo preguntaré por última vez –aclaró Stanley con la mano sobre su machete -¿dónde está Emin Pasha?
El negro, atado a un árbol y con la espalda flagelada, calló. Una carcajada se entrometió, los gendarmes sonrieron y un explorador desaprobó los métodos, en silencio.
Stanley se acercó a una mujer joven de rasgos estilizados, con la espalda repleta de miedo y tatuajes aristocráticos; escuchó sus gritos y vio cómo trataba de aferrarse a su madre, que lloraba en el suelo. La fogata serpenteaba sobre los rostros de los africanos, sobre la nariz extendida, los labios congestionados, los ojos color pánico mientras el negro se sacudía, sin soltar el árbol. Stanley arrastró a la esposa del cacique, desenvainó el machete con el que zanjaba selvas y lo blandió.
La mujer observó su brazo, contrahecho. Una punzada ardiente le atravesó el brazo y un par de lágrimas le rodearon la nariz oscura, mientras una gota mayúscula brotaba del canto afilado. Berreaba, conteniendo la sangre que escurría sus senos desnudos y una falda en hilachas. Los conquistadores miraron estupefactos a Stanley, sosteniendo el brazo de maniquí como trofeo, y el negro se convulsionó con la espalda deshecha.
Los gritos se desvanecieron en aullidos de antropoides; la selva se quedó en silencio.
-      Pregúntale, cómo llegar –dijo Henry Morton Stanley, inquieto; no recordaba la época en que lo llamaban John Rowlands.

















II.

La hoja blanca, con el sello imperial en la extrema izquierda y un membrete hospitalario, se llenaba de datos conexos con la surcada caligrafía de tiempos remotos.
- ¿Nombre?
- John Rowlands.
- ¿Fecha de nacimiento?
- 23 de enero de 1841.
- ¿Lugar de nacimiento?
- Denbigh.
- ¿Gales?
- ¿Conoce otro Denbigh?
La mujer, de edad avanzada y mirada severa, arqueó la pluma con furia; escribió mal el nombre del poblado.
- ¿Nombre de la madre?
- Elizabeth Parry.
- ¿Edad?
- 19 años.
La funcionaria, con cofia blanca, observaba a la madre primeriza, las manos inquietas, la mirada evasiva.
-¿Padre?
- Murió hace unas semanas.
- ¿Nombre del padre?
- John Rowlands.
La madre dudó. Meditó si era John, Jack o Julian Rowlands. Sus padres le decían Jack, su hermana menor le decía Johnny, ella le decía Row, su apellido sonaba a desbandada de pájaros, a tierras deshabitadas.
-      Pudo haber sido Henry Sawyer, el vecino de ojos azules.
La supervisora vio la cuna y se acercó. Observó los rasgos de roedor cubiertos con una tela azul, los ojos negros.
-      El primer mes creía que había sido el subdirector Clark –monologaba la madre sin ser escuchada- sus manos ágiles lo introdujeron en mi cuarto. Después revisé un calendario; eso ocurrió antes. El tercer mes creí que era hijo de Gabriel. Las fechas coincidían, pero el instinto femenino, usted me entiende, me dijo que no, de todos modos, cuando nació revisé que no fuera patizambo.
La enfermera no podía verle las piernas, los pies permanecían ocultos en el entramado de la tela; se aflojó el cuello y buscó la ventana, que permanecía abierta, con barrotes.
-      Cuando murió Rowlands supe que él era el padre, aunque el último mes pensé que era hijo de Michael McCann, el irlandés, con sus labios de luchador, ojos de luchador, puños de luchador. Pero recordé que él llegó en época de sequía.
La secretaria observaba los rasgos de roedor, los ojos negros, la boca entreabierta que asemejaba una sonrisa, las piernas ocultas, zambas, tomó el folio y revisó que no quedara ninguna forma por llenar; al final anotó, con letra estilizada, “bastardo”.





III.

El reportero se acercó a Henry Morton Stanley, le estrechó la mano y le pidió que lo acompañara a una pequeña sala donde podrían charlar, era el 15 de enero de 1899 y Henry Morton caminaba con dificultad. Se sentaron en un sillón de piel café y Henry acomodó su bastón sobre la mesa de caoba. El reportero sacó su libreta y ordenó un par de papeles.
-          ¿Quieren algo de beber? –preguntó un mayordomo, con levita almidonada.
El reportero negó con la cabeza.
-          Un whisky –respondió Henry Morton. Eran las once de la mañana.
El mesero se fue, los hombres permanecieron sentados.
-          ¿Empezamos? –dijo Henry con impaciencia.
-          Claro, señor –dijo el reportero, nervioso –queremos, en el New York Herald…
Henry recordó viejas épocas.
-          Hace mucho no hablo con Gordon Bennett –dijo, lejano- ¿sigue dirigiendo el periódico?
-          El padre murió en 1872.
-          Eso lo sé, hijo –reprochó Henry Stanley, como si lo trataran como a un niño.
-          El hijo aún dirige el diario, él me pidió que lo entrevistara.
-          Espero no nos tardemos mucho, en una hora tengo una cita médica.
El mesero llegó con el whisky.
-          ¿Todo bien? –preguntó el reportero y se dio cuenta de su error.
Henry Stanley percibió la pregunta como familiaridad, con el descaro de los estadounidenses, pero no se ofendió. Contuvo el vaso sobre la mesa y escuchó las preguntas, sin tener mucho que decir.
-          Desde hace cuatro años sirve en el Parlamento.
-          Es un gran honor.
-          Y este año lo quieren hacer caballero.
-          Es un gran honor –repitió Henry, en respuesta ensayada.
-          Algunos no están de acuerdo.
-          Respeto todas las opiniones, aunque lo merezco –dijo Henry y le dio un sorbo al trago.
-          Ahora, en el periódico deseamos saber cómo era su vida antes de ser explorador.
-          No hay mucho que contar. Mi vida comenzó cuando fui a buscar al Doctor Livingston.
-          Sé que no se llamaba Henry Morton -Henry lo escuchó, curioso- sino John Rowlands.
-          Hace mucho no escuchaba ese nombre.
-          Me puede contar algo de su infancia.
-          No recuerdo mucho.
-          Cuéntenos de su madre.
Henry lo vio con coraje, apuró el vaso y recordó.





IV.

Elizabeth, se llamaba. Tenía 18 años, el mentón afilado y comezón en la ingle derecha. Caminaba rápido, con las dos manos sobre las viandas del vestido y la cara preñada de enojo. Recordaba la conversación con su padre.
-          Señorita, súbase a cambiar –escuchó, firme, cuando abría la puerta. Se detuvo en seco y despreció las preguntas constantes hasta que escuchó- ¿Pensabas salir en ropa interior?
-      No son calzones –subrayó la palabra, segura de que a él le incomodaría escucharla- es un vestido, no se ven las piernas.
-      ¿Vestido? Casi se le ve la rodilla. Eso es ropa interior, como la de su tía.
Elizabeth lo vio con detenimiento y soltó la carcajada. La madre caminó hacia la cocina, lo más rápido que pudo, y los escuchó detrás de la puerta.
-      Se me cambia en este momento –gritó Moses Parry- en esta casa, las mujeres no se visten como putas.
Elizabeth escuchó la palabra como sentencia y abrió la puerta de la casa. Las llaves en la bolsa, 20 chelines en cambio y la carta que le escribió Julian.
Elizabeth caminaba rápido, lo más rápido que se lo permitía un vientre que mutaba por día. Sentía las lágrimas que caían sobre su rostro. Iba de regreso a casa, para que su padre la abrazara; su madre lloraría, como costumbre. De pronto, escuchó un grito que se colaba y vio las espuelas de un caballo que la esquivaban. Se limpió la cara destilada y dudó si regresar a casa o visitar a Henry Sawyer.


V.

El reportero observó cómo Henry bebía un trago largo y supo que tenía una historia.
-          Su madre se llamaba Elizabeth.
-          Eso dicen.
-          Nació en Gales y vivió algunos años en Denbigh. Cuéntenos de esa época.
-          Era muy chico, no hay mucho que contar.
-          Antes del orfelinato, ¿cómo era su vida?
Henry recordó diferentes pasados, para él todos reales.















VI.

La noche sajona se colaba por la ventana, acompasada por rugidos que escapaban del cuarto de su madre.
John inspeccionó al oso de felpa, afiló el oído y acercó su pupila al ojo avidriado del muñeco, tratando de encontrar ese fulgor, reflejo de vitalidad. Reunió al oso con su boca y le dijo palabras secretas, en voz queda para que su madre no escuchara. Cuando terminó, estiró los brazos delgados y el oso blanco, con patas rasas y cola narigona, se alejó de John, indiferente.
En la tarde su madre lloró de rabia, de reclamos contenidos. Esa noche, destilaba sonidos diferentes. Si bien, John no conoció a su abuelo, el hombre que detestaba a su madre, él lo quería, le había regalado su oso de felpa, al nacer.
Aunque tenía miedo de la oscuridad, temía aún más abrir la puerta por lo que susurró canciones y trató de no encontrarle gestos a las sombras. Cuando sintió que se quedaba dormido, abrió los ojos rápido, intentando captar al oso en pisada orgánica pero el animal continuaba estático, con la vista en él. John lo vio fijo, sin parpadear, sosteniéndole la mirada hasta que los ojos comenzaron a arder y pestañeó. De pronto, percibió un ligero movimiento, como si el ojo se iluminara. Le llamó por su nombre, Balder. El oso no respondió pero el niño lo abrazó, sintió que algo había cambiado.
El oso observaba la pared blanca sin mover un solo músculo. El reflejo que se colaba, clareando tinieblas, lo hacía verse vivo.
La madre creía que los muñecos eran cada vez más reales, eso le asustaba.


VII.

-          ¿Cuántas veces te he dicho que tengas más cuidado? Ve por la escoba –dijo el abuelo, señalando la puerta de madera.
John, cuatro años y ojos ávidos, caminó sagaz, con una mano blandiendo el palo de madera contra dragones, hasta que sintió la mirada fija y aceleró el paso.
-          Siéntate allá, no te vayas a cortar –dijo Moses Parry, mientras barría.
    Caminó con la mirada baja, observando que el contorno de los zapatos no tocara las líneas que dividían las losetas y los vidrios en rompecabezas. John pensó en armar la vasija. La base permanecía intacta, las paredes del vaso mantenían su forma y, con pegamento, podría acoplar las astillas. Se rascó la garganta con la lengua, pensando en que cada comida devoraría espinas de cristal, y caminó en silencio hacia la silla. Se sostuvo del respaldo y subió lento, sin perder de vista los vidrios que se apelmazaban en tintineos.
Le atormentaron los golpes futuros, añoró el amparo de una madre.









VIII.

El viejo Moses cayó de bruces sobre la empalizada. Un infarto impidió que regresara a casa para comer.
A las dos y media de la tarde, los hijos, Thomas y Moses, recorrieron la granja hasta hallarlo, con tierra bajo los párpados. Lo cargaron como un bulto, como su padre les enseñó a embalar cabras muertas.
John, el pequeño, esperó en casa, temeroso. Recordó la noche anterior, los gritos merecidos, las manos sucias, los fragmentos en el suelo y la cara lívida del abuelo, era día de golpes y poca comida.
Los hijos entraron con el padre a cuestas, lo recostaron en la cama y lloraron.
John sintió alivio, un alivio que mutaría en culpa, y observó cómo preparaban el cuerpo.
La casa se pobló de lamentos y espectadores.










IX.

John corrió hacia el cobertizo, olvidó las ubres lactantes y abrió la puerta con fiereza, con las dos manos. Escuchó el llanto embestido de la madre y la vio tendida en el suelo. John se detuvo en la puerta y sintió el frío de una lejana tarde de invierno, cuando la escuchó sollozar por vez primera, recostada sobre la cama, con una foto adherida al pecho y los zapatos puestos.
Elizabeth abrió los ojos, empañados en lágrimas, y observó a su hijo recargado en la puerta, con un carrito de madera en la mano y, sin poder gesticular una frase, le pidió que se acercara con un movimiento de mano que a John lo mantuvo en la cornisa de la puerta, asustado. La madre vio los rasgos de su hijo, el pelo lacio que caía sobre la frente y se aferró a la imagen que tenía del único hombre que amó. Lloró sin recelo, sujeta la mano a una carta imperial, y esperó el cuerpo una semana, hasta que un lunes a mediodía abrió el baúl de madera, sacó un pantalón café y una camisa blanca, que es como ella lo recordaba, la extendió sobre la cama e intentó rezar.
Su madre continúo saludando cada mañana al retrato, recostado en un espacio de la cama que, ella, jamás invadiría; otros hombres, sí.
John observaba el cuchillo en el piso y caminaba lento hacia ella, la abrazó y sintió el pecho que se sacudía bajo su mano, un par de lágrimas se escurrían entre la ropa; escuchaba los sollozos lejanos, cual oleaje.




X.

-John, ven a comer -le gritó el abuelo.
John caminaba lento, con las piernas oblicuas, como si cruzara en triciclo los campos verdes. Entró a la casa, dejó su juguete de felpa encima de la cama y enfiló hacia la mesa, raquítico.
John se sentaba en el mismo lugar desde hacía tres años, esperaba la sopa humeante y las hogazas de pan que cada tarde le servía su abuelo. Sólo había dos sillas, no esperaban visitas. Acomodó los codos sobre la mesa y jugó con los cubiertos de metal y con los esparadrapos. La cocina olía a leña húmeda, a papás hervidas.
El sol cayó, John tenía hambre. Se levantó, harto del olor carbonizado, y observó a su abuelo, sentado en el piso, con las piernas arqueadas y las manos sobre el pantalón. John se sentó enfrente, con las piernas cruzadas, y esperó.
Los tíos disfrazaron la casa de negro; una tía lo saludó; los primos lo golpearon. John observaba su ropa nueva y sonreía. Caminó hacia su abuelo, para presumírsela, pero al abuelo no le importó. John lo agitó, reía, creía que su abuelo jugaba. Una tía lo abrazó pero el niño intentó desatarse de los miembros que olían a cabra.
El abuelo dormía en un cajón de madera.






XI.

John caminaba por la casa de sus tíos. Se despidió de la prima Mary y su pelo ensortijado, del primo Michael y sus cuadernos de rayas, de su primo John, con cara de bobo y nombre duplicado, de Julie no se despidió, le prometió que antes de un año, regresaría. El tío Moses, hermano de su madre, lo subió a la calesa. John escuchó el restallido del látigo y el llanto del equino. Levantó la vista y durante las siguientes horas memorizó baldíos acompasados, el paisaje circular de campos verdes, árboles salteados, cielo plomizo y nubes que empezaban a atardecer. Sintió el asiento incómodo, los pantalones sucios de rehúso y diez horas de camino, y estiró la espalda. Súbito, una bocanada de aire se incrustó en el rostro, como si atravesara una pared de agua y abrió la boca, la brisa se coló entre los dientes, escalofrío que exhaló en mal aliento. Los ojos cerrados, el aire que golpeaba la piel, la brisa que se colaba y el pelo, revuelto, le recordaron las tardes en casa de su abuelo. Una cabra cruzó la carretera y se sumergió en acantilados. John cerró los ojos, sonámbulos.
Al abrirlos, vio que el campo se había convertido en casas de escombros. Después de horas de bosques y vistas panorámicas, el caballo atravesaba un despoblado de migrantes y trató de entender las pintas que recorrían las paredes, descifrar los gestos cansados de los jóvenes que caminaban y descubrir hacia dónde se dirigía.
Llegaron a una puerta metálica. StAsaphUnionWorkhouse se leía en la fachada, John no sabía leer. Vio a un grupo de niños correr tras un balón, sin entender el juego, y apuró el paso para no perder de vista a su tío. Los edificios los resguardaron con sombras que transitaban y, al fondo, un tambo metálico desahuciaba humo. Una mujer, de bella espalda cubierta y cabello recogido, saludó al tío y se sumergió en pasadizos. John escuchó los ruidos del orfelinato y recordó noches de estrellas en el campo. Caminaba con la ropa envuelta en una sábana.






















XII.

John se plantó en el centro de la portería. Se remangó los pantaloncillos, que en la mañana eran blancos, y drenó las manos sin rastro de sudor, como le recomendó el subdirector Clark cuando les enseñó el juego nuevo. Detrás de él había dos hileras de edificios simétricos, con tejados a dos aguas, paredes que combinaban tonos amarillos con gris construcción y una carreta que en un tiempo recorrió pueblos pero, en 1848, sólo guardaba herrumbres. Observaba el balón de caucho, fijo, en maniobra de hipnotismo. Los aullidos de los jugadores, el tintineo del hombre que repartía leche o el grito preciso del conserje se perdían detrás del sonido de sus zapatos que restregaban la tierra.
El tirador acomodó el balón, a pocos pasos de la portería, y se aseguró de que estuviera bien plantado. Dio tres pasos hacia atrás, se enfiló en silencio y emprendió la carrera. La pelota se elevó a media altura, dejó tras de sí una ráfaga de piedras y tierra, la mirada inofensiva de tres niños con zapatos roídos y atravesó el campo.
John se lanzó en sentido opuesto. Blandió el aire, el cuerpo recostado como si se arrojara en pausa, las piernas flotando y cerró los ojos, en acto reflejo. El festejo inundó el espacio.
-      Eres un inútil –le dijo un joven, con casaca roja, entre aspavientos.
-      Ve por la pelota –contestó, mientras se sacudía el polvo de las manos.
-      ¡Inútil, carajo!
John lo veía alejarse; detrás una mujer lo espiaba, recordó los cálidos gestos y el saludo fraterno que le dio a su tío. La figura se perdió entre las ventana del edificio A del Saint Asaph Union. John observaba el edificio, sintió temor de medianoche pero no se preocupó, el cielo permanecía iluminado. A su espalda, el grupo de niños continuaba festejando.
























XIII.

John pensaba en su madre, en los gestos que no conoció y se aferró a la almohada. Un halo se colaba por los pasillos. John pensó en Herbert, en sus brazos fuertes, en su uniforme de tercer año, en su voz rígida y cerró los ojos. Recordó los años fuera. Las edificaciones se esfumaron, las sombras se tergiversaron por un escampado radiante, los pies en movimiento y el aire se purificaba, con olor a cabra. Escuchó su nombre y con una mano en el aire confirmó que en un minuto estaría en casa. Giró la cabeza, vio el campo desolado, una carreta abandonada a la orilla de dos casas de un piso y un patio cercado por ropa secándose en alambres y estacas. Su abuelo entró a casa y él aceleró.
John rezaba en voz baja. El llanto de Phillip no lo dejaba concentrarse. John rezaba en voz alta. Con las manos sudorosas se tapó los oídos y escuchó sus plegarias como tarareos.












XIV.

John Rowlands se acercó a la vaca, la tomó del arnés y tiró de ella. La vaca caminaba lento, con el placer de la costumbre, hacia el banco donde cada mañana las ordeñaban. El galés se sentó, amarró las patas a una vara y acomodó las manos frías sobre las ubres, sintiendo la piel tersa, como si jalara una cuerda húmeda.


















XV.

John abrió los ojos. Distinguió a dos estudiantes de tercer grado, con brazos largos, en alto y cubiertos los rostros por sombras. John Rowlands estiró la mirada, deseaba constatar que un niño estaba en el piso, que los gritos que escuchaba cada noche no eran pesadillas. Se levantó y caminó con miedo. Herbert observaba a los niños bocabajo, las piernas húmedas, los pies desnudos. John trató de identificarlos, los rasgos se perdían entre los escombros. Al fondo, el subdirector Clark observaba.
Una risa invadió la galera, persecutoria, era Samuel, el hermano menor de Herbert. John corría entre literas, pensaba en el campo, y se escondió bajo las cobijas.
La mujer de pelo negro y ojos agrietados le gritó a Herbert. Samuel no se detuvo, corrió veloz hasta que un grito tenue se convirtió en su nombre.
-      Samuel Parry, alto ahí.
Samuel se paró en seco, la mujer caminó hacia él y le prohibió que lastimaran a John. John permanecía escondido y reconoció la voz, como si su abuelo le llamara.









XVI.

John observaba sus puños adoloridos, las marcas del costillar de Phillip en los nudillos y escuchó en eco las alabanzas de Herbert, las palmadas se Samuel, la mirada sorprendida de Phillip que, en el suelo, no entendía por qué lo golpeaba hasta sacarle el aire.
John sentía deseos de vomitar pero corrió en estampida, por los pasillos que Herbert gobernaba, y se sintió seguro.

















XVII.

Era una tarde fría, casi otoñal, y la rana permanecía acostada, con las piernas encogidas, el vientre blando y la cara adherente.
John tomó el escalpelo con descuido. Lo balanceó sobre la tabla de madera y se detuvo frente a la rana, anclada a la bandeja. Sus compañeros retaron al azar para no abrirla, a él no le importó. No achicó la nariz cuando introdujo la afilada cuchilla, ni sintió el vaho ácido del interior que se infiltraba entre la tela de su suéter hasta los alveolos. Sólo se contrajo con un ataque de risa. Los compañeros lo vieron, sorprendidos.
-      Se tiró un pedo –dijo John, entre carcajadas.
Algunos rieron hasta que el subdirector Clark los calló, en la lejanía. John sostenía con unas pinzas el estómago y observaba su interior, maravillado. La viveza de los colores, el verde de la piel exterior, el blanco que se perdía en rosado de la dermis, los intestinos bicolores enmarcados por el corazón.
El subdirector Clark se acercó, para ver qué causaba tanta expectación. Al ver la rana, deseó contemplar cómo se tambaleaba entre espasmos. Tomó las pinzas y el punzón. La cara pecosa, los gestos de adulto, la sonrisa entre labios machucados y una mirada perdida. Herbert lo veía con atractivo miedo, John lo detestaba con temor. En la mano derecha sostenía la herramienta de metal y caminaba hacia la cara desfundada de la rana. Phillip agradeció que estuviera muerta y no sentiría los salados golpes como él, cada noche. El anfibio se sacudió. Todos rieron, incluso John. Clark regresó triunfante, se acomodó entre los demás alumnos y platicó con otros profesores.
John abrió la rana, separó las vísceras, los músculos y entrañas hasta que obtuvo todas las respuestas, entonces abandonó los despojos de rana. Los amigos jugaron con ella.
Hebert se acercó a John y le palmeó la espalda. Samuel notó rasgos análogos entre su hermano y el niño de pelo rebelde, no le dio importancia y tarareó una canción que su madre desconocía.




















XVIII.

Las dos manos rociaban, alternadas, leche en una cubeta. Una hilera de vapor ascendía entre la noche y John cantó una canción, mientras su madre le gritaba algo, ilegible.




















XIX.

Henry Morton Stanley observó el vaso esmerilado permaneció ensimismado.
-          ¿Algo que recuerde? –lo interrumpió el reportero del New York Herald.
-          No mucho –respondió Henry, escueto -eso fue hace muchos año, hijo.
-          Hablemos de su envestidura. Es un gran honor para un británico como usted, pero algunos no desean armarlo caballero.
-          Son pocos los que no aprueban la noción. La mayoría conoce mis logros, los viajes por África –dijo Henry- recuerde que fui el primer occidental en cruzar el continente, en encontrar el afluente del río Congo.
-          Sí, pero –trató de interrumpir el discurso reiterado.
-           Cuando llegué era un pueblo de salvajes.
-          Pero no quieren que pertenezca a una orden por su pasado, por ser bastardo.
Henry escuchó la palabra, con odio, y recordó, en tropel, ocasiones en las que le dijeron esa palabra, decisiva.










XX.

Samuel lo observaba, con cara ensangrentada y la nariz hueca de puñetazos. Trataba de zafarse de su peso muerto, de las rodillas que le adormecían los brazos, y profería el nombre de su hermano como salvación.
John blandía los puños, los dedos permanecían estáticos, rígidos, con las uñas aferradas a la palma, sintiendo cómo las gotas rociaban el rostro desencajado… hasta que el grito disilábico, Her-bert, que recorría los pasillos de la escuela y las literas vacías, lo reanimó.
Observó la cara triturada de Samuel, los brazos fofos, las lágrimas que se convertían en quejidos y la sonrisa de Phillip, que lo veía a lo lejos. Cuando llegó Herbert, John estaba de pie. Se vieron como cabríos y reconocieron fuerzas.
-          ¿Qué pasó? –le gritó Herbert a Phillip.
John caminó hacia la puerta, Samuel se atragantaba de mocos y sangre.
-          Le dijo bastardo –reveló Phillip, temeroso de una golpiza.
-          Era un chiste – denunció Samuel, entre lloriqueos –sólo un chiste.








XXI.

La madre señalaba la puerta, con el dedo indicativo, y le echó en cara los años de infelicidad que le había acarreado. John recordaba sus gemidos, los diferentes hombres en la puerta y atisbaba la palabra que lo condenaría al exilio. Cuatro letras que la madre convirtió en una respuesta beligerante.
-      Cállate bastardo –dijo, con el llanto contenido.
John escuchó el llanto de su madre, los estertores que se desplegaban por años contenidos, y resonaron en su cabeza nombres sin sentido que traspasaban la noche con un subdirector escolar hasta la batalla de un irlandés por contener gemidos.
-      El hombre del cuadro no es tu padre. Ningún hombre quiso serlo.
John sintió como si lo despertaran.
-      Debería haberte abortado.











XXII.

John huía del Asilo de Pobres de la Unión de Santo Asaph, John huía de los patios de juego, John huía de los horarios del comedor, John huía de oficina del director con fotos de bisontes y símbolos de águilas calvas, John huía de la enfermería que tejía niños, John huía de la cocina con olor a manteca, John huía de la lavandería con olor a cloro, John huía de los pasillos, huía de las manos violentas del subdirector Clark, huía de los juegos tétricos de Herbert y Samuel, huía de la mirada distante de la cuidadora, huía de las mañanas de examen con aroma a varillas de abedul, huía de las sotanas, huía de los muros, huía de las ventanas con barrotes, huía de St. Asaph Union, huía de Gales, huía de que lo llamaran bastardo, John huía y creía, que si corría lo suficientemente rápido, si viajaba lo suficientemente lejos, podría huir de sí mismo.












XXIII.

John abandonó Saint Asaph con Mose, su compañero de cuarto. Observó los rasgos aniñados de su compañero y pensó que si su nombre contuviera una ese extra, tal vez serían familia, aunque, lamentablemente, se apellidara Corwell.
Caminaron por terrenos aledaños a Deinbigh hasta que una señora los detuvo. John pensó en encierros, Mose la abrazó como a una tía.
Comieron pan con mantequilla, un insípido té, y la señora de ojos caídos y bozo, platicó historias de familia. John escuchó como si fuese un cuento nocturno.
-   Tu abuelo Moses Parry vivía con toda la familia en una pequeña casa, de dos pisos, al lado de un castillo. En la planta inferior dormían sus hijos, Thomas y Moses. ¿Los conociste?
-   Sí, mi tío Moses me llevó a Saint Asaph –dijo, con nostalgia- Pensaba visitarlo.
-   Es buena idea. ¿Eres hijo de Mary o Elizabeth?
-   Elizabeth. Mi padre fue John Rowlands.
-   Lamento escucharlo. Tu padre murió hace muchos años, trece o catorce. Tal vez puedas visitar al viejo John Rowlands, aunque no debes esperar mucho de él.
A John le enseñaron que no debía esperar nada, de nadie. No se caracterizaba por ser un niño que siguiera consejos.
-   La hija mayor, Mary, se casó con un inglés. Si sigue viva, la encontrarás en Liverpool.
John pensó en el puerto, en aventuras extraordinarias, recreó los gestos de una tía que no conocía, cuando escuchó.
-   Elizabeth, la menor, tenía una vida impronunciable.
John observó el fuego e imaginó gestos.





















XXIV.

Durante varios años, John, el bastardo, invadió terrenos inhóspitos, se alistó en batallas innecesarias y se unió a una banda de cuatreros por afán de perdurar.
Recorrió Gales con siete adolescentes que sabían qué buscaban en la vida: sobrevivir.



















XXV.

Cuando le preguntaron su nombre, respondió, con naturalidad, John.
Cuando le preguntaron su apellido, respondió, con naturalidad, que era de Gales.
Cuando le preguntaron su edad, respondió, con naturalidad, que tenía trece años.
Cuando le preguntaron sobre sus padres, no respondió.
Cuando le preguntaron por su padre, soltó golpes.
Cuando le preguntaron por su madre, despreció a las mujeres y se excitó.
















XVI.

-          John, te toca –gritó Thomas.
John corrió hacia él, con los brazos dispersos.
El nombre del cuatrero le recordaba a su tío, el olor rancio al pastor que les compraba leche, su cuerpo le hacía pensar en ubres y le forjaban el apetito.
El galés tomó una piedra y la aventó lo más lejos que pudo. Sus brazos débiles se estrellaron con el montículo más cercano y la risa de los siete cuatreros.
-          John, mi pequeño John –repitió con desaprobación Thomas.
John sabía que su flaqueza lo distanciaba del grupo. Tomó otra piedra y la aventó lo más lejos que pudo. Sintió el brazo que se desarticulaba en el esfuerzo y, sin vislumbrar el paradero, escuchó la algarabía, como derrumbe.












XXVII.

El sol se ocultaba y el estómago cantó hambre.
Como cada tarde, los desterrados se acercaron al acantilado. Observaron los dos mendrugos que descansaban sobre una roca. Cada uno tomó una piedra, la aligeraron con el tallo y la enviaron hacia Gales, con desprecio.
John, seguro de que perdería, como la semana pasada, como los últimos años, tomó una piedra, más pesada, y observó el paisaje. De pronto, corrió entre la maleza, brincó entre piedras y se acercó, a una cabra que pastaba, en ataque. Con la piedra en lo alto destrozó el sentido del animal.
Los siete jóvenes dejaron de lanzar piedras, miraban a John golpear el suelo repetidamente, entre hierbas que ocultaban al animal. Cuando se levantó, con las piernas ensangrentadas y los cuernos de la cabra sobre la espalda, lo vieron con respeto. John ascendió triunfal por la vereda y plantó la cena a los pies de Thomas.
Durante los siguientes meses, nadie retó a John a que arrojara rocas para determinar beneficios, aunque lo siguió haciendo.








XXVIII.

El reportero guardó sus apuntes. Supo que había encontrado la veta de John Rowlands.
-          Por su bastardía, en el parlamento aseguran que no debería ser caballero.
-          No conocí a mi padre, pero no soy un bastardo –explicó Henry, como si se excusara.
-          Pero, en sus papeles dice.
-          Hijo, si quieres que la plática continúe, tienes que cambiar tu tono –dijo Henry, con el bastón en la mano.
-          Está bien, háblame de cómo llegó a América.














XXIX.

El día que se aburrió de salvarse la vida, John caminó hacia Denbigh y buscó a su familia. Lo único que le dejó su madre fueron deudas y visitas incómodas. Sólo un primo lo acogió, era exigente y malévolo; conocía su pasado.
Después de dos años angustiantes, se inscribió en la National School. Estudiaba en las tardes, entre caballos que ensillar y platos sucios, y se graduó en el tiempo reglamentario. En las noches trabajaba como ayudante de un profesor de historia y literatura sagrada.
John no sólo escogía los parágrafos, sino reconstruía la historia para que los alumnos la entendieran. Esa mañana le tocaba la historia de la mujer de Lot y decidió no hablar del pecado sino del resguardo que ofrecía Dios.













XXX.

John caminó por las calles de Denbigh, con un traje roído, postura imberbe y un ramo de flores silvestres que encontró cerca de casa, con el cielo pluvial a su espalda y una sonrisa ensayada.
Tropezó con Katie Gough-Roberts en las afueras de la escuela, como había previsto, y la acompañó a su casa.
Platicaron de clases de álgebra y latín, de los compañeros de escuela y estuvieron de acuerdo en que la infancia eran los años más felices. Katie escuchó un comentario que la hizo reír. John se enamoró de su temible carcajada y quedaron en volverse a ver.
Tres meses repitió la broma y tres meses Katie rio, hasta que él le confesó que no tenía padre y ella contestó, con la naturalidad de la adolescencia.
-      Los bastardos no tienen suerte.
-      Yo la tendré. Seré famoso –profetizó John.
Katie río a carcajadas. John notó que su risa era molesta.
-      El día que seas famoso, me casaré contigo.
-      Es una promesa –aseguró John.
Katie asintió sin temor a su padre, los bastardos fracasaban. Esa noche, el aire de Denbigh olía a mar.





XXXI.

El viaje fue lento. Sintió la marea, los golpes de las olas en el estómago, las noches de estrellas que le recordaban las explicaciones de su abuelo, con esa voz de mujer que limpiaba los pisos del internado.
Recordó la tarde en que se escapó, la noche arrumbado entre cajas, los meses escapando de silbatos de policía y de hombres con traje negro, de la paranoia de estar encerrado, una vez más. Huyó del norte de Galés, recorrió caminos despoblados de día o noche, descansaba en matorrales y se sumergía en las zonas transitadas al alba. Cuando cruzó la frontera, durmió una noche entera encima de una carreta que habían abandonado hacía muchos años. Caminó por Inglaterra, conoció ciudades y se maravilló por las grandes embarcaciones que surcaban el Támesis. Disfrutó los amaneceres antiguos y comió en un puerto, trabajando de carguero. Una tarde, el dueño del barco lo transfirió a la maderera, sus brazos eran demasiado débiles para descargar. En la maderera le enseñaron a cortar tablas, perforarlas con clavos y remendar los errores.
Había sido un año complaciente, lejos del recuerdo del orfelinato, y tenía deseos de explorar el mundo, conocer Asia, visitar otomanos o bajar a Egipto. Un sueño no tan lejano, hasta que una mañana de Liverpool tuvo que huir. Caminó por el puerto, buscó un barco con un destino lejano y se embarcó.
Era 1859 y canjeó su trabajo por la libertad al llegar.




XXXII.

1859 fue un buen año hasta que una tarde tuvo que huir, subirse al primer barco que encontró y partir hacia América. Todos sus ahorros los agotó al comprar el billete.
Observaba la silueta del Atlántico. Era noche de luna llena y se sobresaltaba con pesadillas, recuerdos. En dos días llegaría a América y aún no sabía que nombre utilizaría.


















XXXIII.

-      John -le dice un hombre de cara tiznada y manos adoloridas.
John sale del incendio de recuerdos y suelta la madera sobre el caldero.
-      John -repite el hombre.
-      ¿Qué? –le responde John Rowlands.
-      Que ¿qué harás llegando?
-      No sé –le responde John, con sinceridad que el otro toma como desconfianza.- ¿Y tú?
-      Lo mismo, iré a California, en busca de fortuna. Deberías acompañarme –dice amistoso.
El hombre se llama Terry Cadwell. También embarcó como polizón.
El día que se conocieron, una semana después de subir al barco, escuchó su acento y supo que, como él, era galés. Se acercó, platicaron y se declararon seguridad. El día que vio cómo John respondía a ese pacto tácito, y golpeó a dos marineros que le robaban una carta para Mrs. Caldwell, supo que tenía que ganarse a John Rowlands.
Le platicó a John de los años del oro, de los hombres que encontraban minas y se convertían en caballeros adinerados, con esposas californianas, amantes mexicanas y algunos balazos a caballo. John pensó en trabajar en minas oscuras, cerradas, y desechó la idea. Iría al centro, donde nadie lo encontrara.
John continuó lanzando maderos secos y toneladas de carbón a las calderas del barco. Esperando que llegara la noche, cuando se escapaba del calor de máquinas y dormía en la intemperie, lejos de las apretadas literas y los hombres sudorosos.
Las noches en las que debía permanecer encerrado, recordaba tinieblas de la infancia y escuchaba los lloriqueos de Phillip.























XXXIV.

Nuevo Orleans olía a humedad, a sal de mar, a desembocadura de ríos y lagos poco profundos. En inverno, el aire se fundía con los aromas del puerto; en verano, la brisa inundaba las callejuelas, se colaba entre las casas de techos altos y se desvanecía por cuartos con ventanas abiertas. Cada tarde, la luz se filtraba a través de los limoneros y en las mañana deslumbraba como estola de limanes, en particular el estuario del río NOMBRE que se inflamaba de un azul profundo y se diluía con el sol.
Ese verano, el aire olía a pescado y la gente caminaba con los brazos cubiertos para que el polvo que arrastraba el mar no se les impregnara en la piel.
Todos, en la capital de Lousiana, hablaron de ello, las mujeres lo volvieron el tópico de las tardes de té, los hombres los discutían en el faldón de las escaleras mientras esperaban que los barcos huyeran, cargados de peces fríos y enfermedades venéreas.
Todos discutían sobre el clima, excepto John Rowlands, que llevaba tres semanas encerrado en un taller limando tablas y acomodando juntas sin usar clavos ni remaches.
Desde que observó el litoral estadunidense, pensó en el éxito. Descendió del barco, dispuesto a renunciar al mar negro, las mujeres con piernas desnudas y hombros pálidos, y la idea de que los bastardos no tenían suerte.






XXXV.
-          Llegué a América en 1859, era una mañana tibia y no conocía a nadie en Nueva Orléans. Caminé por las calles del puerto. Un tendero pregonaba ser el dueño de la tienda más importante del condado, lo gritaba a viva voz. –dijo Henry, recordando una mañana lejana, inventada– me acerqué y pedí trabajo. El hombre ni siquiera me vio. Un joven de dieciocho años, con hambre y un pantalón roído era invisible.
El reportero escuchaba, sin tomar apuntes.
-          Ese día conocí a Henry Stanley.
-          El hombre que le dio su nombre –explicó, denotando que conocía esa historia, que le era indiferente.
-          Henry fue un padre para mí. Le pregunté, con el tono británico de esa época si necesitaba ayuda.
“Do you want a boy, sir?”, escuchó Henry en recuerdo.
-          Henry sólo tenía ahorros y un par de amigos. Necesitaba alguien que lo ayudara y durante dos años, estuve con él.









XXXVI.

A las doce del día, los hombres se arrojaban agua como niños, con la palma abierta. Las mujeres se guarecían del sol en sombrillas blanquinegras y las madres observaban a los desconocidos con el recelo de la virginidad.
Ese verano, las tiendas permanecieron cerradas, las oficinas de gobierno trabajaban medio día y algunos tenderos decidieron marcharse de la ciudad, la vida en su pueblo era más barata.
Nueva Orleans sonaba a murmullos, a carcajadas que centellean. John no las escuchaba, el ruido de las máquinas nublaba el verano estadounidense.
Ese verano, Henry Hope Stanley lo observó trabajar con tesón, apilar bultos con brazos delgados, débiles.
A Henry Hope le gustaba John, sus manos delicadas, su acento torpe.











XXXVII.

John creía que Robert McCarthy era un buen nombre. Todos sabían que era irlandés y su sueño era ahorrar dinero para conquistar el lejano Oeste.
Henry Hope Stanley lo veía trabajar con tanta furia que le creía.
John sólo deseaba no recordar.
Henry lo acogió como un padre.
En dos años, John aprendió a reconocer tipos de algodón, los precios en el mercado. Cada vez recordaba menos el norte de Gales y cada vez pronunciaban menos su nombre.
Henry era un buen nombre, definía a un joven emprendedor, sin pasado, como la nación a la que ahora pertenecía.













XXVIII.

-   Henry Hope Stanley me dio más que un nombre –dijo Henry Morton, seguro- como su nombre, me dio esperanza.
El reportero escuchó la historia de esos años y subrayó en su libreta la palabra bastardo.


















IXL.

John caminaba por Nueva Orleans, vislumbraba los barcos que anclaban en el puerto, los negros que recorrían las calles y esa música que hechizaba. Vagaba por laderas y caminaba entre senderos de trabajos esporádicos y robos temerarios, imprudentes. Hasta que una tarde un hombre lo detuvo. Copper Hamilton, leyó John su insignia.
-¿Nombre? –le espetó en la cara.
Durante las últimas semanas John había trabajado en olvidar su acento, imitando la calle. Lo importante era pasar desapercibido, evitar que no lo deportaran o lo obligaran a ir a una guerra naciente. Sabía su nombre. Sabía cuándo nació. Sabía que había hecho antes de ese trabajo temporal. Lo había memorizado hasta crearse una personalidad.
-      Henry Morton Stanley –dijo, con naturalidad sureña de redneck.
El policía se alejó y John caminó lento, despojándose del John Rowlands que nació en 1841 en Gales y vistiéndose con un Henry Morton Stanley que nació, creció y morirá en Nueva Orléans. Semanas atrás fue Robert McCarthy, Frank Johnson, Roger McCalister, Daniel Jordan, J. R Rolling.
John se sintió cómodo. Henry le gustaba, sonaba a rey, a Sir Henry.







XL.

Nuevo Orleáns tiene puerto. Su homónima francesa carece de mar. En Nueva Orleáns la gente busca futuro, en Orleáns no. Nueva Orleáns, en 1861 tenía 168 mil, 675 habitantes, la mitad eran parias, negros o extranjeros.
En Nueva Orleáns, Henry Morton hablaba como galés pero se sentía estadounidense. Ese año conoció un marinero con nombre francés. Recorrieron el puerto, bebieron en amaneceres y se platicaron secretos inventados. Él le contó de Asia, de los placeres aprendidos en barcos. Henry le contó cómo llegó a América, de Henry Hope, de la naciente guerra civil.
El marinero no escuchó el sermón político.
-          No me interesa. –le dijo, con acento franco.
Henry calló con labios la discusión hasta que escuchó argumentos aprensivos.
El marinero habló mal de Hope Stanley, de su esencia sureña, y le explicó que esas no eran muestras afectuosas de un padre.
Henry no sabía, nunca había tenido uno.








XLI.

El día que su tutor murió, Henry Hope Stanley, Henry Morton Stanley se dio cuenta que el taller era demasiado grande para él. Decidió continuar trabajando todas las mañanas hasta que una tarde no tuvo qué comer. Los dos tablones que sobraban seguían apilados sobre la mesa y una segueta permanecía en el suelo impecable. Aunque la puerta permanecía abierta, hacía dos semanas nadie había entrado.
Escuchó la campanilla y se alisó la camisa. Era un hombre de traje azul y un portafolio negro en la mano.
-¿En qué puedo servirle? –le preguntó Henry, con el acento más sureño que conocía.
El hombre abrió el portafolio y le entregó tres sobres: una orden de desahucio, la carta de una prima que no se enteró de la muerte de Henry Hope Stanley y propaganda de Jefferson Davis, invitando a todos los sureños a pelear por su patria, a todos los extranjeros a obtener papeles. Ambos obtendrían riquezas y terrenos
Henry Morton Stanley tiró a la papelera la orden de desahucio, leyó la carta, para saber algo más de ese hombre que le legó el nombre, y caminó con la estafeta de Jefferson Davis en la mano.







XLII.

Henry Morton Stanley levantó la mano. El mesero se acercaba, pero con un gesto le pidió otro whisky.
-          Algunos periódicos han asegurado que Henry Hope no murió en 1861, que huyó a Cuba.
-          Eso es una mentira.
Henry sacó su cigarrera y un encendedor dorado. Aspiró el tabaco y vio a otros hombres con smoking, en la misma postura.















XLIII.

La primera vez que escuchó el nombre se dio cuenta que algo en él le atraía. La sonoridad, tal vez la idea de aristocracia inglesa, tal vez que era un nombre demasiado americano. Cuando decidió tomar prestado su nombre, decidió que sólo sería Henry Stanley. El segundo nombre, Hope, lo sintió demasiado católico y lo transformó por Morton.
La única ocasión en que le preguntaron si tenía un parentesco lo negó, el hombre seguía vivo y lo podía desconocer.















XLIV.

Una mesera llenó los vasos con whisky y los tres hombres levantaron sus copas.
-      Por Henry - dijo Thomas, un forastero, pronunciando por primera vez su nombre.
Henry Morton le dio un sorbo largo al fuego blanco, sintiendo cómo la tráquea se derretía, el estómago volcanizaba y un pequeño mareo se infiltraba, instantáneo, y pidió otro trago.
La noche transcurrió entre copas y cuando exigieron la cuenta, estaba ebrio. Thomas sonrió. Voltearon a ver una mujer de vestido en líneas policromáticas y tacones bajos. Henry sacó dos monedas, del desayuno.
Charlie contaba un chiste, los demás reían en intervalos, cuando la puerta del baño se abrió y una mujer de pelo negro, facciones finas y una mirada ausente se cruzó con Henry.
-      Stanley –le dijo Thomas, pero él aún reaccionaba con Rowlands.
Observó la nariz respingada, los ojos brillantes y una mueca por saberse observada que le obligaron voltear, verla alejarse.
-      Se llama Jenny –le dijo Charlie, que llegaba del baño.
John la vio, turbado, hasta que la música se calló y tomaron sus cosas. Caminaban por el pasillo y John pensó que Henry podía conquistar a esa mujer de piernas sugerentes.
Afuera, esperaban, Thomas conoció a una mujer de caderas amplias y sonrisa fácil.



XLV.

En otoño, un hombre con placa de copper, lo apresó, lo encarceló y lo envió en un tren a través de las montañas.
Le pusieron un traje militar, gris, y en tres días sólo descubrieron que no era estadounidense.
-      ¿País de procedencia? –le preguntaron sin verlo, con la libreta extendida.
-      Gales –respondió.
-      ¿Nombre? –John calló- ¿nombre?
-      Henry Morton Stanley.














XLVI.

El mesero entró con el whisky, lo acomodó en la mesa y se retiró, silencioso.
-   Después de obtener su nombre, se enroló en la guerra civil, si mal no recuerdo primero peleó con los confederados. ¿Qué me puede platicar de esos años?
-   Fue una guerra, no hay mucho de qué hablar.
Henry le dio un trago y sintió cómo el alcohol surtía efecto y los recuerdos se apelmazaban.















XLVII.

Henry Morton Stanley corrió con el fusil en la mano. Escuchaba explosiones y alaridos pero no volteaba. Corría como si el pasado lo persiguiera. Atravesó la empalizada, el sendero de hierbas y flores silvestres, sin pensar en su primera cita con Katie ni en las vacas que pastaban en Gales, no pensaba en los mares de travesía ni en el único padre que tuvo, aunque fueran menos de dos años, no pensaba en gritos de madre, en el llanto de Phillip… desde hacía cuatro meses que escuchaba balas toda la noche y sus compañeros se desangraban durante el día, no pensaba. Y, por eso, era el primero en correr tras el enemigo.
La espalda del abolicionista se desplazaba frente a él, corría veloz pero estaba a punto de alcanzarlo. Balanceaba su bayoneta y, cuando lo tenía a tres metros y sólo podía ver su nuca, el hierro sobrevoló el campo, blandió un cielo otoñal y se incrustó en la espalda del neoyorquino.
Henry Stanley escuchó el grito y sintió un escalofrío. Matar era lo único que le molestaba, pero era un precio dispuesto a pagar para que el pasado se contuviera. Esculcó los bolsillos del hombre, le robó municiones y caminó hacia uno de sus compañeros, con el brazo ensangrentado.






XLVIII.

-          ¿Te enteraste del ataque a Fort Summer, Henry?
-          No –respondió John, sin habituarse a su nuevo nombre, y escuchó de la derrota de los confederados.
-          ¿Supiste que el presidente del norte, Abraham Lincoln reclutó un ejército voluntario en cada estado del Sur?
-          No –respondió Henry y escuchó del avance unionista.
-          ¿Te enteraste que Virginia, Kentucky, Delaware y Misouri se aliaron con el norte?
-          No –respondió Henry Morton.
-          También Maryland –lo interrumpió con un parche en el ojo.
Henry Morton Stanley lo escuchó. Pensó qué hacer antes de que la guerra terminara. Pensaba en las prisiones en el norte y sentía temor, las ventanas eran pequeñas y vivían en hacinamiento. Ocho presos, había escuchado.










IXL.

Henry escuchaba la noche, los ruidos de los hombres que dormían, los susurros en el bosque y algún disparo perdido. En las velas de campaña leía, cuando la adrenalina lo dejaba distraerse, o dormía de forma aleatoria.
Esa noche caminó por el bosque, atravesó los montículos repletos de tréboles; tenía hambre. No había escuchado o visto ningún animal lo que significaba que el campamento estaba cerca. Caminó entre las tiendas de tela y vio las diferentes señas que los hombres dejaban afuera de su espacio para demarcarlo. Observó ropa, pocillos y, algunas veces, objetos personales.  
Henry se escabulló en una tienda con el cuchillo en la mano. Tomó a un hombre por la cabeza que sintió las manos hirvientes y el cuchillo merodeando su cuello. Le tapó la boca.
-   Mi nombre es Henry, soy soldado confederado y necesito hablar con usted –le dijo, seco.
El Coronel James A. Mulligan, responsable de la brigada del Camp Douglas, asintió.









L.

El 6 de abril de 1862, al amanecer, se enfrentaron en Hardin County, Tennessee, los ejércitos de la Unión comandados por el General Ulises Grant y Don Carlos Buell, contra el ejército de los confederados, dirigidos por los generales Albert Johnson y P.G.T. Beauregard. En menos de dos días de combate, 24, 637 soldados abandonaron la guerra. Mil setecientos soldados murieron en cada bando y 16,500, en total, fueron heridos. Al finalizar la batalla, 959 soldados de la Unión fueron capturados por 2,885 de los Confederados. 2,883 soldados se fueron olvidando. Uno pervivió; el otro se llamaba Henry Morton Stanley.














LI.

Henry Morton, caballero, no soldado, del ejército confederado, escuchó la arenga del capitán Smith, los gritos envalentonados de sus compañeros y continuó abriendo con los dientes el sobre de pólvora. Lo había aprendido de los veteranos, el mosquetón cargado era mejor herramienta para sobrevivir que los bríos. No lo olvidó.
-          El éxito está asegurado –gritó Smith, sobre su caballo- lo atacaremos por sorpresa.
Los soldados bramaron como chimpancés y caminaron hacia la batalla. Henry Morton iba con el rifle en alto, con la sendera iluminada por el amanecer y el ruido de grillos al despertar en un día que esperaban no fuera soleado. Caminaron tres kilómetros.
-          Es mi primera batalla.
Henry Morton volteó y vio a un muchacho, con un birrete de violetas en la cabeza y mascando pasto. Tal vez tenían la misma edad, pero Henry le vio pocas posibilidades de sobrevivir.
-          ¿Tú has estado en muchas? -lo cuestionó, con el mosquete descargado.
Henry escuchó el zumbido de una varilla de abedul y continuó caminando.
-          Me llamo Henry Parker.
Era un nombre del norte, le gustaba cómo se escuchaba Henry, como un rey, Parker como hijo de familia estadounidense.
-          Yo también me llamo Henry.
-          ¿De dónde eres? Yo soy de Milwaukee.
-          Nueva Orléans.
-          No conozco. En veintidós años nunca había salido de Milwaukee, no tuve motivo.
Henry escuchó el acento más delicado, de hombre blanco que no sabe hablar francés.
-          No entiendo a los hombres que abandonan su casa por una aventura –dijo Henry Parker sin observar a su alrededor.
-          Yo tampoco.
Caminaron en silencio los siguientes cinco kilómetros.
-          ¿Parece que va a llover? –interrumpió Henry Parker.
-          Esperemos que no –fue todo lo que dijo Henry Morton hasta que llovió –¡carajo!
El paisaje pixeleado mutaba con el sol. Cuando sintieron los rayos repicando el cráneo, decidieron guarecerse, abrir su bolsa, tomar la diminuta ración de tocino crudo que les correspondía y comer con lentitud, para matar el tiempo. Ningún hombre habló, nadie tocó la armónica ni contó chistes, como era costumbre. Se levantaron en silencio y caminaron con desgano hasta que empezó a llover. Las caras se alargaron en una maldición generalizada.
-          Carajo –exclamó Henry Morton, tapando con su frazada el fusil -si se moja la pólvora, estás muerto.
Henry Parker escuchó el consejo y ocultó la mochila de piel oscura bajo su abrigo. Escucharon la lluvia caer y cada frase que Parker profería se quedaba sin respuesta.
-          Veo que no te gusta platicar.
-          No, los soldados que hablan mucho mueren primero.
Henry Parker se calló, como acato, hasta que Henry Morton soltó una carcajada como añoranza y no paró de reír durante los siguientes metros.
-          Me gusta la lluvia, aunque me recuerden viejos días.
Henry Parker lo observó sin entenderlo.
-          ¿En Nuevo Orléans llueve mucho? –preguntó Henry Parker con la curiosidad que despierta estar lejos de casa.
Henry Morton no supo qué contestar y se dio cuenta que debía cuidarse. Caminó en silencio.
-          No falta mucho, prepara tu mosquete –recomendó el galés.
El soldado Parker, uno de los hombres de leva, esperó a que la lluvia cesara para cargar la escopeta. De pronto un zumbido se coló entre los campos.
-          ¿Eso fue una bala? –preguntó virando en derredor.
Otro zumbido se impactó en un hombre de barba negra y cabello recortado.
-          Nos están disparando –gritó Henry Parker.
Henry Parker gritaba mientras veía que los confederados se guarecían con el pecho sobre la tierra y otros, como Henry Morton corrían hacia un árbol caído.














LII.

Henry se hartó de escuchar gritos, le recordaban a Phillip. En el campamento confederado las tiendas permanecían encendidas, un doctor cercenaba una pierna, un hombre releía la carta de su novia, dos soldados jugaban a que el otro era una mujer, y los gritos se colaban en la tienda apagada de Henry, como nostalgia tortuosa.
Salió de la tienda. Caminó entre los cobertizos de tela y se coló por el bosque que lo separaba del ejército unionista. No soportaba que un hombre se quejara, le recordaba demasiadas noches.















LIII.

Originario de Illinois, el Coronel James A. Mulligan era el responsable del batallón de los unionistas. Caminaba por delante de Henry, con las manos en los costados y las armas demasiado lejos. Se desplazaba entre el batallón durmiente; en el cuello, el filo desnudo. Sabía que su probabilidad de sobrevivir dependía de escapar. Llegaron a un claro, donde podían pelear de forma desigual pero tenía tiempo para solicitar refuerzos y defenderse. Escuchó los deseos de Henry de cambiar de bando.
-   Lo conozco –dijo, el Coronel, como única respuesta. Creía que era un asesino no condecorado – ¿cómo quiere hacerlo?
-   Captúrenme en batalla.
El Coronel le puso atención.
-   ¿Qué más quiere a cambio?











LIV.

Escuchaba las balas que rozaban el tronco en el cuál se escondía. Escuchó los gritos de sus compañeros, las balas que no perforaban la corteza, el olor a pólvora que se colaba, como perfume, escuchó su propio corazón latiendo desesperado por reaccionar. Mientras sienta, estoy vivo, pensó Henry Parker. Vio como un soldado de casaca gris abría los ojos de golpe y le regresaba la mirada, con tranquilidad, mientras una corriente de sangre se estrellaba en su cara. Observó como el hombre de bigote tupido se desplomaba sobre su torso. Henry Parker recordó su birrete de violetas, su personal símbolo de la paz y de la rendición, y lo palpó sobre el casco. Ahí seguía. Sintió paz. No sintió cuando la bala le atravesaba el pecho y soltaba su mosquete con pólvora cargada.
    De pronto, sintió una mano que le removía el cuerpo paralizado y escuchó la voz de Henry Morton Stanley y sintió la calma de morir acompañado.
-   No te muevas, Henry –le dijo con acento británico- ya pronto pasará.
Henry Morton levantó el torso de su amigo, le rodeó la casaca con los brazos y se despidió. Henry Parker se sintió conmovido, lo vio partir, con paso ágil hacia otro árbol, con dos escopetas, una en cada mano y una mochila extra, la negra, las iniciales H. P. en la hebilla, los cartuchos de pólvora y las cartas que le envió su madre.






LV.

Henry observaba los rayos matutinos que se agitaban entre barrotes. Recorrió la línea amarillenta que se desquebraja ante el golpeteo del carruaje y culminaba en su pie cubierto de fango. Levantó la cara, la calle sucedía ante su mirada indiferente, la gente lo señalaba, los niños lo observaban como a un animal agazapado, mientras la calesa, arrastrada por un caballo famélico, avanzaba lenta.
El carruaje se detuvo a las afueras de Camp Douglas, Illinois. Henry descendió y observó el sol en lo alto, los árboles que se agitaban y sintió las manos ásperas del guardia sobre sus muñecas.
La explanada de la cárcel vociferaba. Era el 4 de junio de 1862. Caminó entre la gente y vio al juez con su larga levita; dos ancianas lo reconocieron como fantasma.
Recordó las mañanas frías de Gales, la furia contra el gendarme, el retrato estático de la batalla, el hedor contenido en su prisión.
-      El Coronel James A. Mulligan le concede el perdón si pelea por la unión –resumió un hombre de traje azul con el comunicado en manos. Detrás, el pelotón presentaba armas.








LVI.

-      Dos hombres exigían su ejecución. Henry no tenía miedo. Caminó por el estrado, con las manos sujetas tras la espalda, los brazos firmes y escuchó al hombre de traje azul con el comunicado en manos.
Aprobó la orden, consciente de que Lincoln vencería. Subió a la calesa y recordó a esa mujer, las tardes juntos, antes de que los soldados invadieran.
-      Tiene suerte de que le perdonen la vida –le aseguró el cochero.
-      ¿Usted cree? - respondió Stanley.















LVII.

-          ¿Nombre?
-          Henry Parker –respondió.
Detrás, el pelotón presentaba armas. Henry caminó hacia ellos, deseoso de que el suplicio terminara. Sin entender que no había empezado. Un empellón lo apresuró, giró la cabeza para tratar de ver el rostro del agresor y los pies tambalearon en dirección al enramado de troncos donde sería ejecutado.
De pronto, un hombre llegó, con un manifiesto en la mano.
-          Henry Parker, por medio de la ley promulgada por el presidente Abraham Lincoln y con el beneplácito del coronel James A. Mulligan, se le concederá el perdón si acepta pelear por los Estados del Norte – proclamó, en eco de la propuesta que explicó hacía tres meses.
Henry recordó la voz aflautada del capellán, comparó las paredes de la cárcel con el orfelinato y caminó hacia la celda, arrastrando los pies. Cuando llegó a la puerta de la prisión golpeó al guardia y sintió los golpes en la espalda y rugidos. Sonrió, los gritos enfurecidos no le recordaban nada.







LVIII.

Nombre: Henry Parker.
John Rowlands mostró las cartas de la madre de Parker y observaba cómo el hombre de azul escribía en una máquina. Guardó en la mano la vieja ficha, la que encontró en el internado galés. En cuanto tenga una nueva, podrá destruirla.
Lugar de origen: Reino Unido.
Inglés. Ser partidario de la corona siempre favorecería el prestigio, no notaría la diferencia del habla.
Fecha de nacimiento: 28 de enero de 1841.
Esa fecha dejó su madre. No recordaba mucho más que un oso de felpa y el olor a cabras.
Edad: 21 años.
Había sobrepasado los veinte años y aún no había logrado lo que se había propuesto.
Padres
El escribano preguntó, Henry negó involuntario mientras pensaba.
Bastardo
Escribió con letra permanente. Henry se acercó, alarmado.
-      Muertos.
El reclutador lo reescribió, entre paréntesis, no creyó necesario rehacer la hoja.
Altura: Un metro y sesenta centímetros.
Era un enano, un hombre que siempre tenía que voltear hacia arriba para hablar con seres inferiores.
Enfermedades sexuales:
-      No –afirmó con desprecio.
Aunque sabía que un bloque de ronchas caminaban sobre su sexo, exponenciales, desde hacía meses, calló. Un marinero que conoció en un puerto, una noche que dio rienda a sus preocupaciones y un resultado que lo incomodaba cada vez que lo recordaba; aunque un doctor le había dicho que no era mortal, eso lo despreciaba.
-      ¿Sífilis?
-      No –respondió Henry, observando al militar con desesperación.
Observó la hoja nueva, con el apellido Parker en grande y la palabra que le molestaba. Prefería hijo de puta. Su madre se lo había ganado.















LIX.

-          ¿Es dura la guerra? –preguntó el reportero, harto de los silencios del explorador gales.
-          Sí –dijo Henry, escueto.
-          ¿Después qué pasó?
-          Conocí a James Gordon Bennett Jr. y me convertí en reportero –aclara Henry, con el cigarro en la mano- cubrí las guerras entre indios y vaqueros en el mediano oeste.
-          He leído los reportajes, son impecables.
-          Gracias –dijo Henry, acostumbrado a los halagos- Pero miento, eso fue después, antes trabajé en el barco Minnesota, al final de la guerra civil. Eso fue pocos años antes de África, de eso deberíamos de hablar.












LX.

Henry Parker caminaba entre los árboles, escudándose entre los árboles, escuchando el sonido de los árboles que silenciaba las balas. Escuchó el estallido de un cañón sobre la maleza de Tennessee. Se detuvo en seco y giró, vio la empalizada, el polvo que ensombrecía el trayecto y empezó a trotar, antes de que la pólvora impidiera mantener los ojos abiertos. Faltaba poco. De pronto, se detuvo. Escuchó las voces aflautadas de los norteños y aventó su maleta café lo más lejos que pudo.
















LXI.

Las ropas azules se repetían en batallones, hombres con espadas al cinto y un mosquete en la espalda hablaban con acento acelerado. Henry caminaba bajo las casas de dos pisos, de tejas holandesas y sin un porche blanco como los que construían abajo del Mississippi. Caminó con la escopeta lista, en unas horas podría combatir, sintió los recuerdos que se agolpaban, la voz de su primo, los gestos de Herbert y tomó su fusil. Llevaba cuatro meses recluido y sintió el miedo entre las hileras de jóvenes soldados. Un joven le sonrió, él no volteó, pensó en sus amigos del sur y tapizó el mosquete con pólvora, sabía que debía matar a un confederado, tenía que demostrar la lealtad que prometía batallas sangrientas y lejanía con el pasado.













LXII.

Los confederados corrían despavoridos. Henry disparaba con los pies en movimiento, tomaba los rifles de los caídos y caminaba hacia los hombres, de rojo.
No escuchaba los gritos de sus enemigos, no escuchaba lloriqueos, ni el gemir de hombres en su infancia, no escuchaba a sus familiares caer, sonrió, no escuchaba los balazos que se incrustaban en tierra baldía, no escuchaba la bomba que caía hacia él, no escuchaba el golpe del metal al chocar, no escuchaba la explosión, no escuchaba los gritos de sus compañeros en su ayuda, no escuchaba la voz de la enfermera, no escuchaba los gritos de los hombres que se sacudían con miembros desgajados, no escuchaba al doctor que le revisaba la mirada fija, no escuchaba sus alaridos, sólo escuchaba un pitido y el olor a enfermería infantil.









LXIII.

Henry Parker despertó, sintió el cuerpo torpe, los miembros hipnotizados, y se restregó sobre la cama de sábanas rugosas. Escuchó, entre ecos, el ruido de platos que chocaban y utensilios de metal que resonaban en el balde de agua. La mujer estaba en la cocina, era hora de levantarse. Abrió los ojos, la noche aún reposaba sobre la cabaña. Se estiró sobre la cama, aventó las sábanas al suelo y sintió el frío que se escurría como ráfaga. Encogió los dedos de los pies, la piel se enchinó y las rodillas se contrajeron, involuntarias, para mantener el calor nocturno. El ruido se escabullía de la cocina y los pasos de ella se acrecentaban hasta que la puerta se abrió. Detrás de los ojos agrietados y marañas de cabello aún negro, se filtraba una luz intermitente que alumbraba de forma tenue la habitación.
-      Es hora –dijo la madre, expectante en la puerta.
La mujer cerró la puerta. Los pasos se alejaron sobre baldosas. Se vistió con sigilo y abrió la ventana. Ninguna estrella despuntaba, la luna permanecía oculta entre nubes y, al fondo, la ausencia de contornos amarillos confirmaba que sería una mañana fría.
Salió del cuarto. Recibió un beso y una taza hirviente de leche. Observó la cocina limpia, la comida servida, el fuego de la hornilla encendido y se dio cuenta que no había dormido.
El galés abrió la puerta, respiró vientos de Milwaukee y se enfrentó a la noche absoluta.


XLIV.

Henry le enseñó las cartas, le contó de los días que vivió con Parker, de las tardes en que comentaron de infancias, uno en Gales, el otro en Milwaukee.
-          Henry creí que nuestro pasado nos unía –dijo John con voz sureña– los dos fuimos hombres de campo y compartimos nombre.
Le contó que murió como un héroe, que le encargó cuidara a su madre. Mary Parker abrió los ojos, empañados en lágrimas, y observó al nuevo inquilino recargado en la puerta, con la bolsa de su hijo en la mano y, sin poder gesticular una frase, le pidió que se acercara. La mujer vio los rasgos desconocidos, el pelo lacio que caía sobre la frente y se aferró a la imagen que tenía del único hombre que amó.
-          ¿Henry, te llamas?
El galés asintió. La madre lloró sin recelo, sujetando la mano a una carta, y abrió el baúl de madera, sacó un pantalón café y una camisa blanca, que es como ella lo recordaba, la extendió sobre la cama e intentó rezar mientras besaba un retrato viejo y se despedía de un pantalón deshilado y la camisa blanca que ese día John tenía puesta.







LXV.

Henry Parker se acercó a la vaca, la tomó del arnés y tiró de ella. La vaca caminaba lento, con el placer de la costumbre, hacia el banco donde cada mañana las ordeñaban. El galés se sentó, amarró las patas a una vara y acomodó las manos frías sobre las ubres, sintiendo la piel tersa, como si jalara una cuerda húmeda.


















LXVI.

Henry serruchaba un tablón, derecho, sobre una línea zigzagueante, marcada con carbón. En el suelo había cinco tablones de cuatro metros sin cortar. Enfrente, un dibujo de una cerca, sobre una hoja tan tenue que parecía que en cualquier momento se rompería.



















LXVII.

Mary nunca le llamó John, nunca supo que era de Gales, nunca escuchó el apellido Rowlands, hubiera dicho que el apellido sonaba a desbandada de pájaros, a tierras deshabitadas.
Mary continuaba en la cocina. Lavó un tomate, rojo, tomó una papa y la puso a cocer en una olla con agua. Sorbió un poco de café y cortó hogazas de pan. Cuando Henry entró Mary lo abrazó, él pensó en una madre, ella pensaba en noches cálidas y añoraba que le sujetaran las piernas, con firmeza.















LXVIII.

John caminó por la granja y se sintió muy cerca de casa, muy lejos de llamarse Henry.
Estiró el cuello sobre los hombros y sintió cómo se contraía la espalda hasta quedar la cabeza horizontal, con la nariz ampulosa señalando el cielo sin nubes. Buscó la luna en claro día y recordó los ojos de Katie, su piel bruñida, los senos que se marcaban cuando recogía el sorgo y las piernas delgadas. Escondió los párpados deslumbrados en el establo.
Al abrirlos, se encontró con una loma repleta de silencio y piedras invernales. El olor a rumiantes y los mugidos se entrometían en sus recuerdos, la mano se agitaba veloz, jadeante.














LXIX.

La leche inundaba la cocina, la cubeta volcada, adrede y John con la pierna cubierta de manchas blancas, no todas producto de la vaca. Mary le echó en cara los años de infelicidad, el deseo contenido en sus manos. Henry no entendió al principio. Cuando conoció sus deseos, pensó en caricias de madre y atisbó la palabra que lo condenaría al exilio.
-      Cállate bastardo –dijo, con el llanto aflorando.
Henry escuchó el llanto de Mary, los estertores que se desplegaban años contenidos, y resonaron en su cabeza años olvidados.
El galés azotó la puerta, escuchó los mugidos de las vacas, el trinar de los pájaros y al fondo, como una liebre, el río que arrastraba rumores.
Mary le repitió el perjurio. John escuchaba su pasado, contuvo los reclamos en la puerta y salió al mundo, desnudo, como un bastardo.










LXX.

John caminaba por el río, sentía los pies húmedos y escuchaba el oleaje en eco, con la rutinaria satisfacción de quien ha escuchado más veces el río que voces. Esa vez no escuchaba el agua, pensaba en los años perdidos, en los días que se esfumaron. Sintió una piedra que le permitiría elevarse y observó la granja por última vez.
Mary no estaba. John se sintió huérfano y se dio cuenta que necesitaba un nombre.

















LXXI.

La noche se desplomó en medio de la tormenta. Sentía la piel húmeda, el frío de la tierra que se colaba hasta los huesos y abrió los ojos, sólo oscuridad en derredor. Irguió la cabeza. Desaparecieron las montañas de picos bajos, los árboles mechudos y el camino de tierra que hacía minutos recorrió. Sólo el ardor de una gota que se colaba entre los párpados le aseguraba que tenía los ojos abiertos. En pocos minutos, el cielo se despobló de estrellas. Sintió el cuerpo torpe, los miembros hipnotizados, como cuando acababa de despertar, y dio un paso. La hierba mojada le acariciaba la extremidad derecha, un breve cosquilleo que le obligaba a retroceder a la posición original. Levantó la mirada, ni una sola estrella, la luna escondida entre nubes y una oscuridad que oculta su piel blanca.
Percibió la sazón de un trébol regurgitar. Recordó el sabor dulce que sobresalía entre la maleza, los acentos ácidos que se impregnaban en el paladar y se desmembraron en hilos apelmazados, como bola de estambre húmedo, y añoró el desayuno de la casa Parker.
Giró la cabeza en la oscuridad del centro estadounidense, recordó la ráfaga de hojas secas y varas desnudas que le obligó a cerrar los ojos, las gotas desmenuzadas que caían en aluvión y ese murmullo de ramas que anestesiaba y dio otro paso inseguro.
Se sentó en cuclillas y aspiró hondo. La noche arrastraba olores lejanos, el dulce fragor del río se matizaba con el agrio aroma del árbol que se balanceaba con el aire y el olor a tierra húmeda. Volvió a aspirar, un dejo picante a leña quemada le tranquilizó, sinónimo de la cercanía de un poblado, por lo que aspiró con más fuerza, tratando de recabar la estela de humo que no flotaba, visible, pero tan sólo consiguió que el olor a mierda que le rodeaba se incrustara entre los alveolos, le constriñera el estómago y ascendiera por la garganta como trébol putrefacto.
El viento frío le impidió vomitar, y una ráfaga de olores se coló como una bofetada.






















LXXII.

-                     Era 1867. Hacía cinco años había dejado la vida de soldado y me había convertido en reportero –aclaró Henry, como si escribiera sus memorias- después del barco Minnesota, de las guerras de los apaches, obtuve mi primer trabajo real. Fue en Nueva York. James Gordon Bennett, el padre, me citó en su oficina, con vista a la gran manzana y me dijo, con la voz grave que lo caracterizó “¿Te interesaría hacer un reportaje para nosotros?” Yo sólo dije que sí, sin saber a qué me atenía. “Tendrás que viajar lejos”, dijo el señor Bennett. Yo quería ir más allá del norte de Gales, así que acepté.
-                     He leído sus viajes por España, los meses en el imperio Otomano.
-                     Fue un viaje espantoso. Nuestro guía nos traicionó, nos robaron todo el dinero, estuvimos en la cárcel. Nada salió bien.









LXXIII.

John entró a un restaurante, tomó la carta y pidió un bistec con huevos y una taza de café. La mesera le sirvió la ración y siguió platicando con el cliente de la barra.
John terminó de comer, en pocos minutos, y le chistó a la mesera.
-          ¿Tienes pastel?
-          ¿Tienes con qué pagar?
John vio que había pocos hombres, sería fácil escapar.
-          ¿Tienes trabajo? –preguntó John, en respuesta.
Lavó platos y saboreó el pastel de zarzamora como si fuera un sabor de infancia. Cuando terminó la cocina, acomodó la basura y encontró un periódico tirado. The Ne York Herald, leyó en la portada, era de hacía dos semanas; de cualquier forma, lo hojeó. Se cumplían dos años de la muerte de Abraham Lincoln, asesinado por John Wilkes Booth. Henry no conocía a Booth pero sintió compasión.
Leyó un fragmento del análisis político y atravesó las secciones hasta que un nombre lo detuvo. Leyó el artículo con rapidez, saltando palabras decorosas y nombres de poblados que nunca había escuchado, en una Europa que no conoció. Cuando terminó de leer regresó al encabezado y acercó el periódico a la cara. Releyó el nombre y soltó una metralla de patadas al bote de basura.
La mesera se asomó por la puerta, asustada.
-          ¿Todo bien, Henry? –preguntó.
-          Sí.
La mesera volvía al restaurante cuando escuchó.
-          Me puedes leer qué dice aquí.
Pensó que era analfabeto y con delicadeza leyó.
-          Turquía es fría de noche…
-          No, esto –señaló Henry el encabezado.
-          En tierra otomana, por Henry Morton Stanley.
Henry pateó el basurero.
La mesera se asustó y regresó al restaurante, sirvió café en dos mesas y observó la puerta cerrada. Henry no volvió.


















LXXIV.

Henry abrió los ojos. Pestañeo repetitivo, con lentitud, como si los párpados permanecieran infectados de noche. Introdujo la mano tibia entre los pantalones y se rascó los testículos con furia, por la falta de uso. Con la otra mano se acariciaba la cara, llevaba cuatro días sin rasurarse y no sabía si se bañaría o se quedaría otra hora en cama. La luz estaba apagada, un rayo de luz se colaba entre las cortinas, plantando un haz blanquecino sobre la pared y sintió la humedad de la selva en Nueva York. Afuera, nevaba.















LXXV.

Henry caminaba por las calles amplias de Nueva York. Nunca había visto tantos carruajes y casas prendidas.
Atravesó la avenida principal, con los papeles de identidad que encontró en Nueva Orleáns y se plantó enfrente. Aún era Henry Parker, pero no por mucho tiempo.
The New York Herald, se leía en la entrada. Henry entró al mezzanine, se presentó ante la recepcionista y le dijo que venía a ver al editor. La secretaria le explicó que estaba en una junta. Henry esperó. Mientras, Nueva York se agitaba por la ventana.
La gente caminaba en espacios nuevos, se sumergía en edificios con demasiadas ventanas y las calles permanecían ocupadas por carruajes desocupados. Henry vio los gestos de la secretaria, la cara respingada, los entresejos y pensó en mujeres del pasado, pero olvidó a Mary Parker. Recordó la voz de una mujer que lo abrazó y abrió la gaveta donde tenía cartas de Henry Hope, de Henry Parker y su firma como Henry Morton; revisó que todas las páginas fueran legibles.
El editor hojeo con indiferencia las primeras páginas y se detuvo en fragmentos. Leyó una página completa y al terminar un escrito cerró el libro, lo observó intrigado.
-      ¿Quién eres?




LXXVI.

El agua caliente subía por la tina. La bruma ascendía por la bandeja de cobre y un cuerpo desnudo entró, primero una pierna, después, flexionó la otra rodilla y se introdujo en la bañera. Hilos de agua caían sobre la cara, el cabello castaño, la espalda inundada de vaho y se deslizó, jabonosa. Durante cinco minutos permaneció firme hasta que sintió cómo se enfriaba. Estiró la mano y sujetó la toalla café con la que se secó de forma rigurosa.
Henry Morton caminó por el suelo frío hasta posarse sobre el espejo. La mujer observaba cómo se calza los pantalones, se fajaba la camisa azul y se ajustó el cinturón. Cuando se abotonaba la camisa, escuchó como si le hablaran de muy lejos.
-      Hay dinero sobre la mesa.
La mujer se acercó, rodeó el banco donde se puso los zapatos y observó el traje azul marino. Le ayudó a ponerse el saco, de hombros estrechos, y limpió las virutas de polvo que se esparcían por los brazos.
-      ¿A dónde vas?
-      A hablar con el editor, tengo que publicar mi versión.
-      ¿Por qué? ¿Qué pasó?–lo interrumpió, con una ansiedad simulada.
-      Las cosas se salieron de control.
-      ¿Qué vas a hacer?
-      Entender qué ocurrió.
Henry Parker se acomodó la corbata azul marino y, frente al espejo, se plantó la mano entre los amasijos de pelo.
-      Pero ¿cuál fue el motivo? –preguntó la mujer.
-      ¿Acaso importa?
-      Sí- respondió, sin esperar respuesta
Las palabras se colaron como música de fondo. El explorador ensayaba nudos de corbata.
















LXVII.

Henry Morton Stanley siente cómo la fría piel que cubría al mueble se trasminaba través de la bata fina, se sintió observado, con las piernas sobre un banco de metal y las piernas juntas, apenadas. Stanley observaba los dibujos y esquemas del cuerpo humano y se dio cuenta de que el consultorio era más frío que la sala de espera. Siempre creyó lo contrario.
Recordó las preguntas escuetas del reportero y la promesa de que mañana le contaría su vida. Se sintió indefenso, no le gustaba recordar su vida, y decidió parecer indiferente.
Observó la mesa de madera, las recetas, con el nombre en letras azules, dos diplomas colgaban en la pared y una máquina de escribir, con una hoja ahorcada por el rodillo. Henry vio la bata azul, el asiento color vino, las piernas velludas y el estrecho estómago que aún no le impedía ver sus pies, el suelo color arenisca. De pronto escuchó que la puerta se abría, volteó y observó a la enfermera que con una seña lo obligó a levantarse. Caminó detrás de ella, con pudor, por el pasillo blanco, iluminado y silencioso, que indicaba. Henry se sujetaba la bata y observaba el vestido blanco de la enfermera, el suéter gris y el peinado en chongo que no suavizaba los gestos bruscos. Giró a la izquierda, los zapatos blancos se veían muy cómodos, Henry sentía el frío piso y se sintió humillado.
La enfermera abrió una puerta amarilla y le pidió que se recostara en una cama. En unos minutos vendría el doctor. Henry sintió cómo una lluvia espesa de ácido se colaba por la garganta y le producía arcadas. Tuvo frío en los pies y apretó las manos, clavándose las uñas en la palma. Cuando decidió que no tenía por qué soportar la espera, en unos días sería nombrado caballero, y se levantaba, para irse, el doctor entró. La bata blanca, la insignia imperial bordada, la corbata negra y la camisa blanca, los zapatos lustrados y el bigote recortado, observó Henry y asintió. Impecable, como siempre.
-      ¿Henry Morton o Sir Henry Morton Stanley? –preguntó, con deferencia.
-      Aún no, esta semana será Sir.
-      Felicidades, Henry –dijo, con tono suavizado.
-      ¿Nació 28 de enero de 1841?
-     
-      Mide: 1.65. Pesa menos que el mes pasado.
El doctor revisó las láminas, con la columna vertebral aclarada, y una nube junto al estómago. Dejó las radiografías sobre la mesa y caminó hacia Stanley. Stanley Rowlands observó los labios del doctor, la boca que se expandía en bocanadas y se agitaba como si gesticulara con lápiz labial. El paso de las enfermeras, pasos firmes como si trataran de agrietar la loseta con el tacón, se colaba. Una puerta se abrió y cerró con delicadeza, a lo lejos. El doctor continuaba explicando.
-      ¿Me entendió? –dijo el médico, con los ojos sobre el rostro bobalicón del galés, tratando de encontrar una reacción.
-      Sí. El cáncer aumentó, es inoperable, de 4 a 6 meses, con suerte.
John Rowlands se quedó observando fijo una fotografía que se encontraba a la altura del hombro del doctor. En la imagen aparecía un hombre con gestos de contraluz, con ojos deslumbrados y surcos en la frente.
-      Lo conocí hace dos años.
El médico se le quedó viendo, sin entenderle.
-      El rey Eduardo VII –repite Stanley, apuntando con el dedo la fotografía.
El médico volteó, observó la imagen como nunca la ha visto, con extrañeza, y regresó la mirada al paciente. John observaba la imagen.
-      Recuerdo esa noche. Platicamos de animales de caza. Le conté cuántos kilos de marfil extraje en África. Quedamos en ir en verano, espero vivir para cazar con un rey.
-      Sir Henry –dijo observándolo de reojo- entiende que dentro de seis meses usted estará muerto.
-      Sí –respondió Stanley, inmutable, sin notar que aún no era caballero.
-      ¿Qué le dirá a su mujer?
-      No lo sabrá.
-      El dolor es insoportable.
-      No lo sabrá. Usted me dará pastillas y usted no dirá que estuve aquí.
-      No puedo –dijo el médico, como si se sintiera escuchado- si lo descubren me pueden cerrar el consultorio.
Henry escuchó una voz lejana, su abuelo con la voz ronca explicándole qué hacer, cómo solucionar un problema, los errores que cometía.
John Rowlands recordó noches frías y caminó por el pasillo del hospital. Las enfermeras lo volteaban a ver. Caminó seguro pero apresurado, con el saco sobre el hombre derecho y la mano firme, con orgullo. Caminó por el pasillo iluminado del hotel. Entró al cuarto y observó sus libros sobre la cama. Los acomodó lentamente sobre el escritorio, tomó un vaso de agua y apagó la luz. El sol se filtraba por el ventanal. Observó el reloj en su buró. Cinco, veintitrés. Stanley suspiró con la frente viendo el techo, la cabeza sobre un cojín y el cuerpo sobre la cama.
-      Maldito cáncer –dijo, furibundo- seis meses…
Observó las grietas en el techo, como asteroides que se incrustaban en los cielos. Stanley pensaba en todo lo que debía hacer en esos meses.
-      Mierda.


















LXXVIII.

El 10 de mayo de 1904, cuatro años después de que le diagnosticaron la causa de muerte, Sir Henry Morton Stanley murió en su casa, rodeado por Dorothy, su mujer, y su hijo, Denzil. Durante los cuatro años que agonizó en silencio, Henry escribió su autobiografía, mintió.














LXXX.

Henry Parker esperaba, plantado frente a la puerta de madera con el número 96, con el puño rígido, rozando el pantalón, con la mueca de tocar la puerta como reflejo. Esperó bajo un farol de luz blanca, con el abrigo café deshilado. Se escuchó el cerrojo que giraba, la llave pegada a la perilla y un hombre de dorso prominente abrió la puerta.
-          ¿Henry Morton Stanley? –preguntó Henry Parker.
-          Sí –dijo el hombre y sintió cómo un puño le sumía la nariz.













LXXXI.

Henry Morton se dio cuenta que no había logrado la gloria que se propuso al llegar a América y recorrió moteles anónimos.
Le escribió cartas a Katie Gough-Roberts, una joven mujer que había conocido en Denbigh, le contó sus planes, inventó negocios y describió casas como si fueran propias con sólo conocer la fachada. Ella le respondía. Él le propuso matrimonio. Ella aceptó y a los pocos meses se casó con un arquitecto inglés. Él firmaba las cartas con un repetitivo, “con cariño, John”. Ella no olía las cartas al recibirlas, sólo las acomodaba en el cajón que su madre nunca revisaba.
En la última carta le contó de su viaje a África. Ella pensó que los bastardos nunca tendrían suerte. Temió que fuera devorado por leones, elefantes o animales mitológicos.










CXLI.

Mi nombre fue John. Mi nombre fue John Rowlands. Mi nombre fue Mr. Rowlands. Mi nombre fue Mr. John Rowlands. Mi Nombre fue Robert McCarthy. Mi nombre fue Frank Johnson. Mi nombre fue Roger McCalister. Mi nombre fue Daniel Jordan. Mi nombre fue J. R. Rolling. Mi nombre fue Henry. Mi nombre fue Henry John Rowlands. Mi nombre fue Morton. Mi nombre fue Henry Morton Rowlands. Mi nombre fue Stanley. Mi nombre fue Henry Morton Stanley. Mi nombre fue Henry Parker. Mi nombre fue Mr. Stanley. Mi nombre fue Mr. Henry Morton Stanley. Mi nombre fue Sir Henry Morton Stanley. Mi nombre es Bula Matari.