viernes, 24 de abril de 2015
La lectura digital como laberinto
Leer
es desposeerse del espacio, abandonar el lugar que habitamos para poblar la
página repleta de signos. Al leer transformamos nuestro espacio, o más bien la
lectura es un espacio con sus características internas: desde la espacialidad
que se narra en el texto hasta el acomodo del texto que en sí mismo es un
espacio que se habita.
La
página, para todos los que nos ofrendamos a los libros, es la conformación de
un espacio sagrado, donde se concreta el rito de la lectura, y se crea un
Centro, donde la comunicación puede ser directa con el otro, el que escribe y
conmigo misma.
Como
todo espacio, sagrado y profano, con el paso de los tiempos ha evolucionado. Al
principio, los textos se inscribían en un espacio limitado y caótico, donde
cada centímetro debía ser utilizado pues los materiales eran escasos y
preciados, accesible para sólo unos cuantos. Después, para facilitar la
lectura, no sólo el aprovechamiento del soporte imperecedero, se fue decorando
la página con hermosas juegos visuales, letras capitales e ilustraciones que
convertían el recorrido de la lectura en un tránsito semiótico y artístico, más
allá de las palabras contenidas. Con la llegada de la imprenta, los actos
simbólicos de la página se vincularon con la escritura y crearon familias
tipográficas y reglas editoriales que favorecen la lectura. Determinando que si
la tipografía es el habla metaforizada, los espacios en blanco que rodean el
texto y el orden impreso sirven como descanso, como un silencio entre el ruido
de las palabras, como en la música.
El
silencio de la página, ese descanso, nos condiciona la lectura, como un
delicado tránsito por un laberinto de palabras y de espacios en blanco que
armonizan mi recorrido visual. Como narra Clarice Lispector en su relato breve
“Silencio”: “el silencio ha sido la fuente de mis palabras. Y del silencio
procede lo más valioso de todo: el propio silencio”. Así, gracias a los
espacios en blanco, el juego de la tipografía y el acomodo de los signos
visuales, el lector transita por el libro como por un laberinto, maravillándose
por la construcción y girando en cada pasillo, descubriendo el camino que lo
lleva hacia el centro de la narración.
Si
la lectura es un acto mitificador, el espacio que recorre el lector, ya sea página
o laberinto, se articula un doble juego donde se busca construir un espacio que
iba a ser sagrado para convertirlo en propiedad del trasgresor. Por ello, como
Levi Strauss articula, un laberinto es un mitema, donde la perspectiva mítica
es alterada en sentido opuesto al mito. De la misma forma, la transición de la
lectura es desposeerse del espacio, deshabitarlo, para habitar el espacio que construyó
el artífice.
El
escritor es un arquitecto, un planificador de mundos y espacios que busca
introducir a su lector en un mundo de paredes escritas y nuevos caminos que
descubrir al transitar por las páginas. Es un creador de laberintos, como Dédalo
lo fue en la antigua Grecia.
Cuenta
la leyenda que el Rey de Minos, consciente de su invención extraordinaria, le
pidió que construyera un laberinto gigantesco donde pudiera encerrar a su
monstruo particular, el minotauro. Dédalo creó senderos con incontables
pasillos donde cualquiera que entrara se extraviaría. Este laberinto fue la
base de las estructuras perdidizas que han poblado occidente, desde los laberintos
que anteceden los castillos europeos hasta los trazos de ángulos rectos
impresos en una caja de cereal. De esa misma forma se construyen los textos
impresos, como dice Umberto Eco en Obra abierta,
el texto se construye como "...una obra de arte,
forma completa y cerrada en su perfección de organismo perfectamente calibrado,
es asimismo abierta, posibilidad de ser interpretada de mil modos diversos sin
que su irreproducible singularidad resulte por ello alterada." El laberinto
puede recorrerse por diferentes senderos pero un solo camino, pues en un
momento u otro se llegará a un callejón sin salida o al centro, donde reposa el
monstruo. Por ello, Dédalo es el arquitecto de la página impresa, con un
laberinto cerrado, con una única entrada y salida, con paredes estrechas y
caminos predeterminados.
Una vez que Dédalo contuvo al minotauro, sólo un hombre se
aventuró a sus profundidades y salió ileso, Teseo, el guerrero que recorrió los
caminos fijos y pudo abandonar el laberinto amarrado a sutil hilo que pendía de
la otra arquitecta, Ariadna que construye un laberinto en mise
en abyme ya que se construye conforme se avanza en él.
De
la misma forma que los monstruos mutaron y se convirtieron en armas cada vez
más temibles y poderosas, los humanos se dieron cuenta que los laberintos
cuadrados no podían contener a sus enemigos, como los libros a sus historias,
por ello construyeron laberintos circulares, con múltiples entradas y salidas,
que llega al punto que Borges añoraba, como relata en El jardín de senderos que se bifurcan, “de qué manera un libro puede
ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico,
circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con
posibilidad de continuar indefinidamente.”.
Pero
los laberintos circulares eran el primer paso. Ahora, con la revolución
digital, la topografía de la página muta. En la página impresa, existía un acomodo
determinante que servía como descanso y estaba compuesta por márgenes,
espacios, silencios. En digital, las tipografías se ajustan a los navegadores,
no al ojo del lector, y la página en sí misma busca ser expansiva, conducir al
usuario entre diferentes caminos, algunos contradictorios, e impedir el
descanso con hipervínculos. Si ya no hay silencios es porque las experiencias
ya no son contemplativas sino vinculadas -con otros caminos de información en un
discurso multitextual- y sin un diseño que sacralice el espacio, ni un juego
visual que nos atrape.
Esta
transformación del espacio es a su vez una reconformación creativa y de lectura
no como un camino establecido sino un espacio en cambio constante, infinito.
Sobre este principio se crearon los laberintos digitales con lo que la
concepción del libro, de la lectura y del espacio mismo, mutó. No sólo porque la nueva biblioteca de Babel permite que borres, taches
y sustituyas las palabras que no consideras apropiadas, que rehagas el texto
que otro estipuló, sino porque en digital la multiplicidad de la escritura se
da en la infinidad de lecturas posibles.
Esto
es más que un producto de muchas manos, sino un laberinto con miles de caminos
donde el lector defina los bloques para obtener su propio laberinto, óptimo.
Pues el laberinto perfecto es aquél que cambia conforme el paseante transita
por sus pasillos. Como el sendero de Ariadna o el digital que rompe con los laberintos
estáticos, de piedra y monstruos, donde los valientes que lo penetraban podían recorrerlo,
conocer sus senderos y encontrar una salida. En los laberintos donde todo
cambia, como un río o jun desierto, los senderos son infinitos.
Borges
cuenta en “Los dos reyes y los dos laberintos” que los laberintos perfectos son
como el desierto, porque las edificaciones de arena mutan con el aire, o el
mundo digital donde cada día aparecen y desparecen páginas entre un aumento
acelerado de la información que transforma el mapa social, los anaqueles
digitales y la forma en que nos acercamos a los textos.
Lo
que se mantiene es la idea de que la biblioteca, en este caso la red, es un
espacio sagrado, como lo llamaba Borges, por ser un espacio evocativo, como la
memoria.
Recordar,
que proviene del latín recordaris, significa volver a pasar por el corazón, también
conlleva recorrer el cordón de nuevo, transitar por los puntos que nuestra
Ariadna dejó en el camino y es importante comprender las transformaciones
topográficas del texto para entender cómo y por qué, el usuario, que lleva el
cordón en la mano, arma su propio camino.
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