miércoles, 1 de mayo de 2013

EL ETERNO GUIMARÃES (La búsqueda de la eternidad y el manejo del tiempo en "La tercera orilla del río " de João Guimarães Rosa)

David Núñez “Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo” J. Guimarães Rosa, “La tercera orilla del río” El hombre está conformado por tiempo aun sea un concepto más que un hecho, pues como diría san Agustín, "¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro" (Agustín: 193). ¿Ignoramos lo que somos o simplemente por serlo no nos lo preguntamos? Y es que cuestionarnos sobre el tiempo nos lleva a la indefensión, no saber lo que se es. ¿Cómo es el tiempo? Es incólume, nos rodea como el aire, inasible, no se desgasta a exhaladas ni se percibe con los sentidos, una esencia que raya en la ilusión. El tiempo lo es todo y nada; es un transitar y un detenerse; es ser y estar; es contable e infinito; humano y celestial; es tiempo. El humano está conformado por el tiempo, su dimensión más profunda, lo que refleja la literatura del siglo XX. Los escritores de la centuria pasada, como João Guimarães Rosa, trataron de apresar las esencias, por lo que rompen formalmente con el lenguaje y el uso de “voces”, la psique de los personajes, herederos de las transformaciones freudianas, y, en especial, con el tiempo, hijo de la teoría relativista de Einstein, demostrando que si el tiempo no es lineal como creíamos, las narraciones no tienen por qué serlo. Ello se ve en el relato “La tercera orilla del río”, incluido en Primeiras Escorias (1962), obra maestra que en seis páginas atrapa por la multiplicidad de discursos. Las directrices son inmensas , entre las que destaca la simbología temporal inscrita en el subtexto. La historia se desarrolla en las inmediaciones de un río, tal vez el Paraná , donde un padre decide abandonar a su familia y subirse a una canoa, no para navegar el afluente, sino para mantenerse estático, silencioso, mientras el mundo continúa su marcha; el único vínculo que mantiene es con su hijo… y el río. El río simboliza la relación cambiante del tiempo, su fluir constante como cualidad inmanente, por la célebre imagen filosófica de Heráclito con un río que se diluye, pierde las vértices de un cauce que nunca será igual. El curso externo cambia, fluye, en una línea donde el presente se convierte en pasado y el futuro nos alcanza de forma irreversible, o abigarrada pues “el tiempo ya no es un río o un círculo mítico, sino un espejo roto en mil pedazos o fragmentos microscópicos.” (Bourneuf: 155). Los protagonistas se inscriben en el tiempo mítico, la unión del tiempo sagrado y la duración profana, un modelo atemporal que propicia la actualización del acontecimiento Sagrado ocurrido en una época mítica. “Lo que caracteriza al tiempo mítico en este sentido es su condición de arquetipo, de patrón, de “metatiempo” (Marcos: 200), por lo que debemos de desentrañar la duración profana para encontrar el tiempo sagrado. El tiempo profano es el presente perpetuo, el mundo de los humanos, el de la naturaleza, un tiempo sin ruptura, monótono, donde todo permanece, visto como una línea recta sin un principio ni un final, como un río que transcurre. Es el tiempo contable, que puede ser controlado por relojes o, como marca Evans-Pichard, dividido en tiempo ecológico y tiempo estructural. El tiempo ecológico, usado por los primitivos, es la relación con el entorno, “De día y de noche, con el sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año” (363); el estructural refleja las relaciones y el proceso social: “mi hermana tuvo un niño, ella porfió que quería mostrarle al nieto (…) Mi hermana se mudó con el marido, lejos.” El tiempo estructural es contable pero difuso, en cambio el ecológico es cíclico, natural. En el relato no sólo los sucesos naturales y los personajes viven en la duración profana, lo fundamental es que el tiempo transcurre alrededor del que puede contar, el narrador, quien representa al tiempo. Tiempo visto como la progresión del instante que nos hace envejecer, como ese presente tan efímero que se difumina entre el recuerdo y la proyección de la conciencia, como dictaminaba san Agustín de Hipona. La tierra transcurre, por ello el padre abandona el tiempo, huye de la temporalidad y se sumerge en el río, en el tiempo, para privarse de él. “Nuestro padre no volvió. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más.” (361) Esta estaticidad conjuga el deseo humano de concretar el instante mortuorio para apresarlo, con un fin estético, o desestructurarlo para alcanzar la inmortalidad; como dice Santo Tomás de Aquino, “la mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre”. (Borges: Oral: 31) Y es que la inmortalidad se alcanza cuando se congela el tiempo. Lo que nos permite resistir el paso del tiempo, unir nuestra instantaneidad con la eternidad. El padre flota en la eternidad, la simultaneidad de los tiempos, ajena al cambio, al espacio y al movimiento; escindida del tiempo. El tiempo es el agua que avanza por el cauce, arrastra lo que encuentra y lo lleva al fin de la corriente, sin oponerle resistencia. Así como el río avanza, en momentos desbocados, el padre se mantiene estático, no avanza ni abandona la barca porque entraría en las aguas temporales, en las que hacen envejecer a su esposa, reproducirse a su hija, morir al hombre que le construyó la canoa. Él permanece pues “de lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los demás conocidos nuestros. Solamente quieto.” (360) Es la quietud que Parménides, y su estaticidad inmaculada, hubiese alabado. Por ello debe de detener el paso del tiempo, sumergirse en las aguas de río y detener el fluir acuoso, remando a contracorriente, permaneciendo inalterado en un punto, sin transitar hacia la desembocadura, por el tiempo hacia la muerte . Lo que conlleva invalidar los recuerdos, pasado, y los deseos en el porvenir, “la eternidad es pensada negativamente como lo que no implica tiempo, lo que no es temporal” (Ricoeur: 73). Sobrevive en la escisión de tiempos y de humanidad, sin vínculos con el mundo social: desaparece cuando van a visitarlo la mujer y la hija, no se le pueden acercar ni los soldados ni el cura, y cuando “pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desparecía por otro lado” (362). Sólo el narrador puede y debe acercársele, bajo el concepto de que sólo el tiempo puede acercarse a la eternidad, nutrirse de ella. La estaticidad temporal del padre se refleja en la permanencia en un espacio reducido, “en el fondo de la canoa, detenida en lo liso del río” (362); así como en el silencio “y jamás habló con persona alguna.” (363). El silencio es la detención absoluta, las palabras no fluyen, se nulifican cuando no existen pensamientos, ni vida, ni nada. Como asegura Clarice Lispector, “al principio el silencio parece aguardar una respuesta –cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio” (Lispector: 135) La sociedad desconoce el silencio: los ruidos infernales de las ciudades modernas, los aparatos eléctricos, las conversaciones humanas, los pensamientos ansiosos, los sueños desbocados y todo lo que incluya ruido. ¿Por qué huimos del silencio? En la quietud nos podemos encontrar con nosotros; es la búsqueda de eliminar la soledad porque una vez que se conoce el silencio: “Después nunca más se olvida.” (Lispector: 136). La quietud, la mudez del padre desesperan al hijo “(¿)Porqué entonces no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable” (364), y es que si, como asegura Platón en el Timeo, “el tiempo es una imagen móvil de la eternidad” (H.E.: 11), él tiene que desplazarse, ir y venir de forma constante, unir el tiempo sagrado, nutrirse del padre, con el profano, regresar a la vida social. Aunque al principio el hijo cree que él alimenta al padre, pronto se da cuenta que es lo opuesto, el tiempo mana de la eternidad. Por ello, “yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida.” (364). No puede huir, como aseguraron Plotonio y Boecio, “la Eternidad es totalitaria porque destruye toda posibilidad de destino o de voluntad individual” (Rodríguez Barrón: 176). El permanecerá a su lado hasta que, sin notarlo, mute en el padre, pues “algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre.” (363); es la distensión de la eternidad. Cuando nota la similitud es cuando el protagonista sabe que el tiempo va en su contra, que cada minuto no sólo lo acerca a la muerte sino es la muerte misma pues “esta vida era sólo desmoronarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo.” (363), el tiempo imprime nuestra condición de mortandad y por ende puede ser nuestro enemigo, como Ovidio afirma “el tiempo devora las cosas”. También sabe que su padre ha envejecido, no al ritmo de los demás, pero se cansará. “¿Y él? ¿Por qué? Debía de padecer aún más.” (363) Puede dejar de remar, surcar el río, despeñarse a la muerte. Si la eternidad se cancela el tiempo se desvanecerá pues el “presente eterno sólo es una noción puramente positiva gracias a su homonimia con el presente que pasa.” (Ricoeur: 73). Los humanos no pueden trastocar esta relación, al menos eso se creía, para trasponer la temporalidad humana y alcanzar la eternidad tenían que entrar en un plano divino -el tiempo es una dimensión y la eternidad una cualidad- de forma mortuoria. Hasta que Nietzsche trastoca esta idea con el “Eterno Retorno”. Toma su idea de “la cosmogonía de los estoicos, Zeus se alimenta del mundo: el universo es consumido cíclicamente por el fuego que lo engendró, y resurge de la aniquilación para repetir una idéntica historia” (Borges: H.E.: 81). Se desliga del cosmos y se centra en el individuo; por el impedimento terrenal de rearmar el rompecabezas temporal afirma la repetición de la vida ante el desarraigo de la imposibilidad de revivir los instantes consumidos; inscribe al hombre en una realidad mítica, en la repetición de un Origen personal. De esta forma, la eternidad uniría los tiempos agustinianos en el ser, pero no sólo en la conciencia sino en la conformación histórica y mítica del hombre. En “La tercera orilla del río”, la forma de mantener la eternidad es por la continuación, el legado. Cuando el padre decide refugiarse del tiempo, construye una barca “apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años” (360), el necesario para que su hijo lo supla, función que anticipa: “El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -‘Padre, ¿me lleva con usted en esa canoa suya? Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de regreso. Hice como que vine, pero volví” (361), volvió de formas repetidas a nutrirse y a conservarlo. Tal vez no haya continuado, exactamente, la vida del padre, pero aún así puede suplirlo, pues de acuerdo a Giles Deleuze y Pierre Klossowski, “lo que regresa es el tiempo mismo, el devenir, el cambio, y no ‘cada uno’ de los acontecimientos internos y externos” (Sagols: 76), por lo que el eterno retorno no implicaría la repetición determinista del pasado sino el fluir del tiempo, no en repetición idéntica sino en ciclos similares que permitan la unión de la triplicidad temporal en un instante perpetuo. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, a la voz. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -“Padre usted está viejo, ya cumplió lo suyo… Venga, ya no tiene necesidad… Venga, y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa…!” Y, así diciendo, mi corazón latió en el compás seguro. (365) Va a suplirlo. Ha esperado este momento por años, convertirse de tiempo mudable en eternidad. Lo único, según Nietzsche, que se necesita para poder cumplir el eterno retorno es voluntad, la voluntad de poder afirmar: “quiero repetir esta vida”, remar, de “día y de noche, con el sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año” (363) y para ello “¡Cuánto tendrías entonces que amar la vida y que amarte a ti mismo para no ‘desear otra cosa’, sino esta suprema y eterna confirmación. (Nietzsche apud Sagols: 68). El problema es que el hijo no ama la vida. Nunca la gozó, nunca se concretó como Ser, siempre fue el refuerzo del padre, la perpetua displicencia de la vida, por ello no quiere repetirlo pues, como aclara Mircea Eliade: “cuando se desacraliza, el Tiempo cíclico se hace terrorífico: se revela como un círculo que gira indefinidamente sobre sí mismo, repitiéndose hasta el infinito. “ (Eliade: 95) El hijo rehuye, el padre decide abandonar la eternidad y unirse al tiempo, “él había erguido el brazo y hecho un saludo –el primero, después de tanto años transcurridos” (365), logrando un fluir uniforme que lo relaciona con la idea aristotélica de que aunque el tiempo no es el movimiento, el tiempo no puede existir sin el movimiento. Y, mientras, el hijo huye, despavorido, hasta que se separa de la eternidad. No puede ser el eterno retorno del padre porque no previó quién lo sustituyera; no hay herencia lo que arrastra la imposibilidad de la eternidad, transitará por el mundo sin dejar una huella profunda, por eso se pregunta “¿soy hombre, después de este perjurio?” (366). Su respuesta es aterradora. “Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo.” (366). Sólo le queda esperar la muerte. Su padre se ha ido, nadie lo volvió a ver, la eternidad se ha separado del tiempo, la única forma de encontrarlo, de suplirlo es en el momento final, pide que “en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en un simple canoa, en esa agua, que no cesa” (366). La canoa será su ataúd; él no permanecerá; ha roto el vínculo con la eternidad y “definitivamente desacralizado, el Tiempo se presenta como una duración precaria y evanescente que conduce irremediablemente a la muere.” (Eliade: 100). Tendrá que navegar por los tiempos “río arriba, río abajo, río fuera, río adentro- el río” (366) en busca del padre eterno.

No hay comentarios: