En su libro Pulgarcita, el mundo cambió tanto que los jóvenes
deben reinventar todo…, el filósofo francés Michel Serres plantea la
divergencia que existe entre las generaciones actuales con sus progenitores:
“Aquí su esperanza de vida llega hasta los 80 años. El día de su casamiento,
sus bisabuelos se habían jurado fidelidad por apenas una década. Si él o ella
viven juntos, ¿jurarán lo mismo por 65 años? Sus padres heredaron alrededor de
los 30, ellos esperarán a la vejez para recibir ese legado. Ya no conocen las
mismas edades, ni el mismo matrimonio, ni la misma transmisión de bienes.”
(Serres, 2013:16). Ya no es necesario vivir con la misma prisa que vivían las
generaciones anteriores y, no obstante, nunca habíamos generado niveles de
adrenalina tan altos para acompañar nuestra celeridad. Como tampoco nos habíamos
sentido tan desconectados y sobrepasados por la angustia de la indeterminación.
En épocas de virus y de contingencias sociales, el amor será uno de los mayores afectados. Las parejas se derrumbarán entre la necesidad no optativa de estar todo el tiempo juntos, las parejas se cimentarán en estos tiempos de luna de miel obligatoria, las parejas se llevarán a límites, pero qué ocurre con las personas que no eligieron antes, que no se conocieron en épocas previas a la peste y que ahora, en estos meses de reclusión involuntaria, van a añorar más el contacto emocional.
En la historia de
la humanidad, nunca habíamos dedicado tanto tiempo y esfuerzo a hablar sobre el
amor y las relaciones humanas. Hoy en día, en nuestra sociedad hipermoderna, el
asunto amoroso es un tema que obsesiona, aun para los que no lo practican. Como
aclara el filósofo Zygmunt Bauman en su libro Amor líquido: “Las ‘relaciones’ son ahora el tema del momento y,
ostensiblemente, el único juego que vale la pena jugar, a pesar de sus notorios
riesgos”. (Bauman, 2005: 44). En tan sólo ocho siglos de construcciones
amorosas, desde el Tratado del amor
cortés de Andreas Capellanus a El
nuevo desorden amoroso de Bruckner y Finkielkraut, la realidad del humano
cambió tanto que sus lazos e implicaciones simbólicas, como el amor de pareja,
mutaron. En particular en la idea de la búsqueda y no de la construcción de la
pareja.
Antes la amada era
otorgada por el destino y la función del amante era conquistarla, pues
"con ligeras alas de amor franqueé estos muros, pues no hay cerca de
piedra capaz de atajar el amor; y lo que el amor puede hacer, aquello el amor
se atreve a intentar" (Shakespeare, 19999: 302).
Si con el amor
cortés se crea la idea del cortejo y el enamoramiento como un proceso cultural
que va más allá de nosotros mismos, "pues aún más grande galardón te daré
yo, si perseveras" (De Rojas, 1999: 73) asegura Melibea ante la súplica
amorosa de Calixto. Hoy, con Tinder y otras aplicaciones digitales, la complejidad detrás de una vinculación se basa en la sobre abundancia
de posibles parejas, no la idea del amor, mucho menos de la construcción
social.
Internet ha reconstruido
la idea de la búsqueda. Si el experimento de “mundo pequeño” del matemático
Stanley Milgram demostró que los humanos estaban a seis grados de separación en
1967, en sólo cincuenta años se convirtieron en tres y medio gracias a las
redes sociales e internet las posibilidades de encontrar pareja se volvieron
exponenciales.
Más allá de la insensatez de tomar
en cuenta a los tres mil quinientos millones de mujeres u hombres como posible
target -de ser así se debería tener una cita amorosa cada día durante 9,589
años para conocer a todas las parejas posibles- si haces una selección más
precisa, digamos que tomas en cuenta una media de edad, que sean solteras,
misma condición sociocultural y que comparten espacios, las posibilidades bajan
a mil prospectos, de acuerdo al matemático Fernando Martín. Con ello, las
probabilidades matemáticas de encontrar a la pareja ideal se convierten en
0.0001%, es decir es más fácil atinarle a la lotería que encontrar el amor
absoluto.
En cambio, en un estudio que hizo el
matemático Peter Backus, tomando como caso de estudio a las mujeres que
compartían lo que él buscaba en la vida: solteras que viven en Londres, con una
licenciatura, atractivas y que cree que él puede resultarles atractivo, se
redujo a 26. Un número aún alto, pero asequible.
Ahora, en algoritmo puede funcionar,
pero el cerebro se satura ante la elección. Howard Moskowitz, psicofísico que
llegó a la noción de que cuando la gente debe elegir entre demasiadas opciones,
en su caso alimentos, la gente elige por no elegir; al no saber si la respuesta
será la mejor, el cerebro se mantiene a la expectativa. Es decir, digital pasa
de la cercanía a la ansiedad de pensar cuáles son las posibilidades de toparse
con esas 26 mujeres entre las más de cinco millones de mujeres que habitan la
capital londinense. Podría pensarse que la forma más fácil es frecuentar
lugares que estén entre los posibles espacios que el otro perfil también
recorrería: un bar, un museo, un restaurante de moda, tal vez un estadio o un
concierto. Cambiemos Londres por otra ciudad multitudinaria, por ejemplo, la
Ciudad de México. En un cálculo matemático es sencillo encontrar ese número
mágico de mujeres con las que puedes tener una paridad, pero cómo hacerlo en la
capital mexicana donde hay 115 museos, 3 mil 600 antros y bares, 35 mil
restaurantes, 129 teatros. ¿Cómo saber en cuál de todos estos espacios estará
una de las 26 mujeres con las que puedes crear una pareja?
Si el hombre de
occidente siente veneración ante el amor y su proceso cultural, ¿qué conlleva
esta mutación amorosa? Hasta 2018, en Tínder había más de cuarenta millones de
posibles parejas. Mutó de la construcción a la búsqueda de forma exponencial.
Si a mediados del
siglo pasado Erich Fromm aseguraba que la búsqueda va más allá del otro como
ser autónomo y de uno como ser, para ser receptor amoroso. La transformación
social de la hipermodernidad pasó del amor como una realización a obsesión. Si en la Biblia Dios dice y las cosas se hacen, en Bumble, ellas hablan y los hombres responden, urgentes.
En épocas de distanciamiento y de miedo al contacto con el otro, la virtualización será aún más importante y necesaria para crear esos lazos que desde el siglo XII llamamos enamoramiento y antes era una emoción pasajera, no verbalizada.
Es momento de amar, de ser amado, de crear vínculos, de no tocarnos la cara, de no hablar con extraños, de mantener la sana distancia, de contener la insania y la depresión recluida, de sobrevivir y de convertirnos en nuestro mejor posible, es tiempo de tantas cosas contradictorias que tal vez es tiempo de crear un nuevo modelo de amor y hacer nuevos tratados.
Analizaré en otro post los tratados amorosos de siglos anteriores, mientras, los solteros, abran sus perfiles en plataformas como Bumble, tinder, Match up, Ok Cupid.... los que tienen pareja, resuelvan su vida empiernados y los que no creen en el amor, bienaventurados porque no tienen una dependencia cultural que un bardo construyó hace varios años y hoy le llamamos condición humana, necesidad o, peor aún, razón de vida.
En pocas palabras, a seguir buscando o amar, que el mundo esta vez sí se va a acabar.
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